EL MAGO
Para mi cumpleaños, mamá me preguntó si quería que viniera un payaso o un mago. Los payasos me parecen estúpidos, de manera que elegí el mago.
Éste resultó ser un hombre flaco y pálido, pero con unos cuantos detalles negros: el cabello, el bigotito, el esmoquin, el moñito y su valija maravillosa. Saludó con ademán anticuado y gentil, y los chicos empezamos a gritar:
—¡El mago, el mago, el mago, el mago!
El mago sonrió, complacido, y realizó diversas pruebas —que yo ya había visto en otros magos—, tales como, por ejemplo, multiplicar un solo pañuelo en siete u ocho, o extraer de una galera negra una paloma blanca. También, con los naipes que se usan en las películas del Lejano Oeste, hizo una cantidad de trucos que no logré entender.
—Este prestidigitador es muy bueno —dijo papá en voz baja.
El mago, no sé cómo, lo oyó:
—Le agradezco su opinión —contestó—. Pero yo no soy un prestidigitador sino un mago.
—Bueno —replicó papá, con su habitual suficiencia—. Digamos que es un mago, no un prestidigitador.
—Veo que usted no me toma en serio. Para que se convenza, voy a convertirlo a usted en algún animal. ¿Cuál prefiere?
Papá lanzó una risotada que casi nos deja sordos, con una boca muy grande, como si fuera un hipopótamo. Pareció leer mi pensamiento porque, justamente, dijo:
—Ya que me da a elegir, conviértame en un hipopótamo. Y a los demás, en los animales que más le gusten.
El mago hizo una breve morisqueta y movió los dedos y los brazos, y papá se convirtió en un hipopótamo: en sus ojos globosos perduró unos instantes una chispita de terror.
—Este hipopótamo se ocupa todo el departamento —dijo el mago, con reprobación—. Será mejor que siga con animales más chicos.
En seguida convirtió a mamá en un tucán, aprovechando, creo, que era medio narigueta. Después transformó a mi abuela en una tortuga. Con mis tías solteronas se lució: creó una lechuza, un quirquincho y una foca, todo dentro del estilo de cada una. A la casada, que era autoritaria, la convirtió en araña, y al sometido del cónyuge, en mosca.
Se mostró dulce con los chicos: fue convirtiéndolos en animales lindos y simpáticos: conejitos, ardillas, canarios. Pero a Gabriel, que era de cara ancha y con granos, lo transformó en sapo. A la bebita Lucila, de sólo dos meses, le dio el ser de un colibrí.
Cuando solamente quedé yo sin convertir, el mago me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Vos tendrás que encargarte del cuidado de estos animales. Aunque la araña y la mosca, y algunos otros, van a arreglarse solos.
Guardó todo en su valija maravillosa, y se marchó.
Durante cuatro días intenté cuidarlos y alimentarlos, pero pronto me di cuenta de que esa labor me significaba un esfuerzo descomunal. Entonces llamé por teléfono al Jardín Zoológico; su propio director me agradeció y aceptó la donación.
Al principio, yo iba a visitar a mi familia y a mis amigos diariamente, después una vez por semana y, ahora, la verdad es que no voy casi nunca.
Éste resultó ser un hombre flaco y pálido, pero con unos cuantos detalles negros: el cabello, el bigotito, el esmoquin, el moñito y su valija maravillosa. Saludó con ademán anticuado y gentil, y los chicos empezamos a gritar:
—¡El mago, el mago, el mago, el mago!
El mago sonrió, complacido, y realizó diversas pruebas —que yo ya había visto en otros magos—, tales como, por ejemplo, multiplicar un solo pañuelo en siete u ocho, o extraer de una galera negra una paloma blanca. También, con los naipes que se usan en las películas del Lejano Oeste, hizo una cantidad de trucos que no logré entender.
—Este prestidigitador es muy bueno —dijo papá en voz baja.
El mago, no sé cómo, lo oyó:
—Le agradezco su opinión —contestó—. Pero yo no soy un prestidigitador sino un mago.
—Bueno —replicó papá, con su habitual suficiencia—. Digamos que es un mago, no un prestidigitador.
—Veo que usted no me toma en serio. Para que se convenza, voy a convertirlo a usted en algún animal. ¿Cuál prefiere?
Papá lanzó una risotada que casi nos deja sordos, con una boca muy grande, como si fuera un hipopótamo. Pareció leer mi pensamiento porque, justamente, dijo:
—Ya que me da a elegir, conviértame en un hipopótamo. Y a los demás, en los animales que más le gusten.
El mago hizo una breve morisqueta y movió los dedos y los brazos, y papá se convirtió en un hipopótamo: en sus ojos globosos perduró unos instantes una chispita de terror.
—Este hipopótamo se ocupa todo el departamento —dijo el mago, con reprobación—. Será mejor que siga con animales más chicos.
En seguida convirtió a mamá en un tucán, aprovechando, creo, que era medio narigueta. Después transformó a mi abuela en una tortuga. Con mis tías solteronas se lució: creó una lechuza, un quirquincho y una foca, todo dentro del estilo de cada una. A la casada, que era autoritaria, la convirtió en araña, y al sometido del cónyuge, en mosca.
Se mostró dulce con los chicos: fue convirtiéndolos en animales lindos y simpáticos: conejitos, ardillas, canarios. Pero a Gabriel, que era de cara ancha y con granos, lo transformó en sapo. A la bebita Lucila, de sólo dos meses, le dio el ser de un colibrí.
Cuando solamente quedé yo sin convertir, el mago me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Vos tendrás que encargarte del cuidado de estos animales. Aunque la araña y la mosca, y algunos otros, van a arreglarse solos.
Guardó todo en su valija maravillosa, y se marchó.
Durante cuatro días intenté cuidarlos y alimentarlos, pero pronto me di cuenta de que esa labor me significaba un esfuerzo descomunal. Entonces llamé por teléfono al Jardín Zoológico; su propio director me agradeció y aceptó la donación.
Al principio, yo iba a visitar a mi familia y a mis amigos diariamente, después una vez por semana y, ahora, la verdad es que no voy casi nunca.
Cuentos de magia, Páginas de Espuma, Madrid, pp. 15-17.
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