martes, 20 de septiembre de 2011

LA FE, Quim Monzó


LA FE

   —Quizá es que no me quieres.
   —Te quiero.
   —¿Cómo lo sabes?
   —No lo sé. Lo siento. Lo noto.
   —¿Cómo puedes estar tan seguro de que lo que notas es que me quieres y no otra cosa?
   —Te quiero porque eres diferente a todas las mujeres que he conocido en mi vida. Te quiero como nunca he querido a nadie, y como nunca podré querer. Te quiero más que a mí mismo. Por ti daría la vida, me dejaría despellejar vivo, permitiría que jugasen con mis ojos como si fuesen canicas. Que me tirasen a un mar de salfumán. Te quiero. Quiero cada pliegue de tu cuerpo. Me basta mirarte a los ojos para ser feliz. En tus pupilas me veo yo, pequeñito.
   Ella mueve la cabeza inquieta.
   —¿Lo dices de verdad? Oh, Raül!, si supiese que me quieres de veras, que te puedo creer, que no te engañas sin saberlo y por lo tanto me engañas a mí... ¿De verdad me quieres?
   —Sí. Te quiero como nadie ha sido capaz de querer nunca. Te querría aunque me rechazaras, aunque no quisieras ni verme. Te querría en silencio, a escondidas. Esperaría que salieses del trabajo nada más que para verte de lejos. ¿Cómo es posible que dudes de que te quiero?
   —¿Cómo quieres que no dude? ¿Qué prueba tengo, real, de que me quieres? Tú dices que me quieres, sí. Pero son palabras, y las palabras son convenciones. Yo sé que te quiero mucho. Pero ¿cómo puedo tener la certeza de que me quieres a mí?
   —Mirándome a los ojos. ¿No eres capaz de leer en ellos que te quiero de verdad? Mírame a los ojos. ¿Crees que podrían engañarte? Me decepcionas.
   —¿Te decepciono? No será mucho lo que me quieres si te decepcionas por tan poco. ¿Y todavía me preguntas por qué dudo de tu amor?
   El hombre la mira a los ojos y le coge las manos.
   —Te quiero. ¿Me oyes bien? Te  q u i e r o.
   —Oh, «te quiero», «te quiero»... Es muy fácil decir «te quiero».
   —¿Qué quieres que haga? ¿Que me mate para demostrártelo?
   —No seas melodramático. No me gusta nada ese tono. Pierdes la paciencia enseguida. Si me quisieras de verdad no la perderías tan fácilmente.
   —Yo no pierdo nada. Sólo te pregunto una cosa: ¿qué te demostraría que te quiero?
   —No soy yo la que tiene que decirlo. Tiene que salir de ti. Las cosas no son tan fáciles como parecen. —Hace una pausa. Contempla a Raül y suspira—. Quizá sí tendría que creerte.
   —¡Pues claro que tienes que creerme!
   —Pero ¿por qué? ¿Qué me asegura que no me engañas o, incluso, que tú mismo estás convencido de que me quieres pero en el fondo del fondo, sin tú saberlo, no me quieres de verdad? Bien puede ser que te equivoques. No creo que obres de mala fe. Creo que cuando dices que me quieres es porque lo crees. Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si lo que sientes por mí no es amor sino afecto, o algo parecido? ¿Cómo sabes que es amor de verdad?
    —Me aturdes.
    —Perdona.
    —Yo lo único que sé es que te quiero y tú me desconciertas con preguntas. Me hartas.
    —Quizá es que no me quieres.

QUIM MONZÓ, Ochenta y seis cuentos, Anagrama, Barcelona, 2001, pp. 281-283.