jueves, 12 de enero de 2012

MENDIGOS, Antonio Ferres



MENDIGOS

A Mercedes Alonso Merino

   El hombre de los grandes ojos azules tendría poco más de cincuenta años. Se había sentado en uno de los últimos escalones de la calle en cuesta que descendía hacia la Avenida. Tenía unas manos blancas y delicadas que asomaban por las mangas del raído chaquetón. Puso un plato de metal en el suelo, cuando oyó los pasos en la escalera. Realmente se dio cuenta entonces de que el anciano que bajaba apoyándose en el pasamanos de hierro estaba mirándole. Quizás llevaba un buen rato fijándose en él. Iba vestido con elegancia, con un abrigo de lana, un pañuelo de seda anudado al cuello y un sombrero muy nuevo de color negro.
   —Señor, es sólo para comer algo —susurró.
   El anciano notó que el hombre de los ojos azules tenía un leve acento extranjero, casi imperceptible. No era desde luego joven, uno de esos muchachos que llegaban a la aventura desde sus destruidos países. El hombre de los grandes ojos azules podía haber sido algo en alguna parte, a lo mejor un profesor o un juez, y probablemente tendría esposa e hijos y amigos, sabía Dios dónde.
   —Es solamente para comer algo —repitió
    Mirando al anciano, todavía ágil, pero más de veinte años mayor que él, se daba cuenta de que la vida le había tratado bien, que le había situado en un mundo confortable y quizás feliz.
    Mientras el anciano se buscaba unas monedas en el bolsillo del abrigo, bajaba los ojos. No se atrevía a mirarle. Por la lentitud de movimientos de las manos, calculaba que tenía que ser de mayor edad de la que representaba a primera vista. Le oía jadear. Aunque fuera muy viejo seguramente también era rico, y aunque viviera solo, probablemente tendría al menos una sirvienta y quizás un gato que le harían compañía.
    —Gracias, señor.
    Al fin, después de tanto esperar sólo le había dado un puñado de monedas. Miró el platillo metálico. Ningún billete. Ni siquiera uno pequeño de cinco euros.
    El anciano seguía imaginando que debieron de ser irreparables los fracasos que llevaron a la mendicidad al hombre de los ojos azules. No solamente fracasos económicos o políticos sino algún drama personal, íntimo. A lo mejor alguna vez tuvo una hermosa mujer que había muerto o le había abandonado y unos hijos que ahora se desentendían de él o que también habían desaparecido. Sentía mucho no haber cruzado algunas palabras con aquel hombre. Se culpaba de su propia timidez o de su indiferencia. Se daba cuenta el anciano de que en el fondo de la soledad existía un gran parecido entre el mendigo y él. Mientras caminaba despacio por la acera de la Avenida, mirando la riada de automóviles y autobuses que corrían por la calzada no podía quitarse de la cabeza la necesidad que sentía de encontrar de nuevo a aquel extranjero. Le entregaría por lo menos un billete de diez euros, y quizás se atreviera a preguntarle algo más de su vida. Como le daba reparo retroceder sobre sus propios pasos, se adentró por una de las bocas de calle y trató de regresar a la acera de la Avenida, y de llegar a la escalinata, en dirección opuesta. A lo mejor el hombre de los ojos azules y él se sinceraban entonces de alguna forma.
   Caminaba lo más de prisa que podía.
   En la Avenida se agrupaba la gente ante los escaparates iluminados de las tiendas de ropa elegante y las joyerías. Todavía no iba a oscurecer, pero todas las luces estaban encendidas, luces amarillas, blancas o azules. Parpadeaban o producían destellos como de bengalas antiguas, en una verbena de un remoto verano imposible de recordar. Poco más allá, había una mujer joven desmayada en el suelo. Llegó en ese momento una ambulancia. Y también aparecieron varios guardias.
   —Sigan sin detenerse, por favor.
   —Seguramente se trate de un coma etílico... Vamos, de una borrachera —dijo alguien.
   El anciano avanzaba abriéndose paso entre el gentío. Se oían sirenas de la policía, o de los bomberos, o de una nueva ambulancia. Ya cerca de las escalinatas —por las que había bajado la primera vez— la acera estaba medio vacía. Vio a dos hombres que conversaban a la puerta de una farmacia. Estaban comentando que habían atracado a mano armada, una de las joyerías importantes de la Avenida. Decían que un tipo solitario se había llevado un puñado de joyas. Miró el anciano hacia la escalinata. No estaba allí el mendigo de los grandes ojos azules. Giró la vista buscándole inútilmente por todos los alrededores. Notaba una gran frustración. Y se de tuvo un rato jadeante. No sabía cómo podría encontrarle. Ni en qué albergue o esquina se hallaría ahora. Permaneció allí unos minutos esperándole, por si acaso regresaba. Se le nublaba un poco la vista, y descansó apoyado en la fachada de un edificio. Luego, estuvo imaginando que, a lo mejor, el mendigo había sido el atracador. Se había llevado un montón de joyas. Seguramente en alguna parte del mundo tenía una mujer o un compañero con quien disfrutar y compartir la ganancia. Y le daba alegría pensarlo. Lo que no lograba era escapar de aquel mareo, borrar de sus ojos la niebla que le impedía seguir caminando. Estaba seguro de que lo que no quería era desmayarse, caer al suelo. Desde luego no quería morir. Tampoco quería riquezas ni poder. Pensó que en lo que verdaderamente se parecía al mendigo de los ojos azules era en aquella mirada brillante que representaba un ansia inmensa de estar vivo. Miraba el anciano la Avenida, la gente y los edificios, que existían tras la niebla. Y notaba que sólo era sagrada aquella certidumbre del mundo.

ANTONIO FERRES, El caballo y el hombre y otros relatos, Gadir, Madrid, 2008, pp. 35-38.


ILUSTRACIÓN: JOSÉ GUTIÉRREZ SOLANA