1
Mi madre siempre dormía con la ventana abierta. Quizá por eso la muerte se la llevó mientras dormía. Aquella noche oí un ruido que sonaba como un presagio y me levanté. Cuando abrí la puerta de su habitación, me sorprendió la cama deshecha y vacía. La cortina, aspirada por la corriente de aire, me absorbió la mirada hasta un paisaje iluminado por una luna llena, a punto de reventar. Enseguida las vi. Mi madre detrás, siguiendo a duras penas los enérgicos pasos de una muerte convencional: con guadaña afilada y capa negra. Me calcé las botas, cogí la escopeta, la cargue y, en pijama, salí a buscarlas. «¡Alto!», grité desde el porche mientras procuraba contener el frío y el miedo. Se dieron la vuelta. Mi madre ponía cara de resignación, una expresión que no cuadraba en absoluto con su carácter, habitualmente optimista. «¡Suéltala o disparo!», amenace. La muerte sonrío (lo recuerdo porque me sorprendió que tuviera dientes). Mi madre, en cambio, no reaccionó como yo esperaba. Se llevó un dedo a los labios para pedirme que callara y, en un tono autoritario, me ordenó: «Vuelve a casa, que cogerás frío.» Bajé el cañón de la escopeta y las vi alejarse cada vez más. Los primeros metros, a mi madre le costaba un poco seguirle el paso. Al cabo de un rato, sin embargo, las dos corrían, casi bailaban, como dos niñas ajenas a los peligros del bosque. Un bosque en el que, todavía hoy, a menudo veo sombras, escucho voces de pesadilla, presencias que no puedo llamar fantasmas porque mi madre me enseñó a no creer en fantasmas. Aunque, a veces, sobre todo cuando bebo demasiado, no solo los veo sino que los persigo, los insulto y les disparo para que se marchen.
2
La enfermera que cuida a mi padre me llama por teléfono para decirme que debería acudir enseguida. «Es urgente», añade. Veinte minutos mas tarde estoy junto a mi padre. Le cojo la mano. Me impresionan la frialdad de sus dedos y la textura de su piel, puro papel de lija. Respira agitadamente y tiene una mirada de espanto enmarcada por unas ojeras de vampiro y unas cejas despeinadas. La enfermera recomienda avisar a una ambulancia. Por la manera como él me aprieta la mano, deduzco que prefiere que no lo haga. Le pregunto si le duele algo y responde con un movimiento de cabeza de negación rotunda, como si, por ahora, el dolor fuera lo que menos le preocupara. Hace tiempo que el médico nos dice que el desenlace puede producirse en cualquier momento y que ingresarlo de manera preventiva podría empeorar la situación en lugar de mejorarla. «Desenlace» es el eufemismo que utilizamos para referirnos a la muerte y, como llevamos tanto tiempo hablando así, ya no me resulta tan ridículo como al principio. Con las pocas fuerzas que le quedan, mi padre me tira hacia él y, al oído —y con una voz que parece salirle del fondo de los pulmones—, me susurra que tiene que decirme algo importante y que, por favor, cierre la puerta. Le pido a la enfermera que nos deje solos. Mi padre se incorpora un poco y me pide agua. Me doy cuenta de que tiene unos pelos enormes en las fosas nasales y en las orejas, y el pijama manchado, probablemente de sopa.
—¿Qué se ha dicho siempre de los icebergs? —me pregunta.
Suspiro. Creía que quería hablarme de la muerte, o darme un ultimo consejo, o confesarme algún secreto relacionado con mi madre, algún hijo ilegítimo o el testamento. No esperaba una nueva elucubraci6n sobre la materia, el espacio o cualquiera de las obsesiones que, desde que dejó el trabajo, le han mantenido ocupado. Le miro con compasión, sonrío, pero él sigue alterado y espera, impaciente, mi respuesta:
—¿Que los icebergs sólo muestran una parte de lo que son? —le digo con un tono de alumno aplicado.
—Exacto —responde.
—Que esconden nueve décimas partes de su volumen —continúo.
—Eso mismo —dice.
Ignoro adónde quiere ir a parar.
—¿Y? —le pregunto.
Es una pregunta retórica, una referencia de complicidad, un homenaje a la manera como, desde siempre, me ha enseñado a pensar. Durante años, cuando le contaba cualquier cosa —de niño, con entusiasmo o inquietud; de adolescente, con pesadumbre o prudencia; de adulto, con indignación o arrogancia—, él solía mirarme fijamente a los ojos y preguntarme:
—¿Y?
En función de la circunstancia, aquel «¿Y?» rebozado de autoridad pedagógica resolvía casi todas las dudas. Si la pregunta era temerosa, relativizaba los peligros y me indicaba que debía perseverar y no amedrentarme ante los obstáculos. Si la pregunta era presuntuosa, me hacía volver a la realidad y darme cuenta de que sólo había descubierto una ínfima parte de una respuesta global que requería mucho tiempo, esfuerzo y reflexión. El «¿Y?», pues, era una clave privada y, ahora, pronunciada por mí en esta habitación que huele a cerrado, suena como una impertinencia. Mi padre no capta la referencia a nuestro pasado y eso me preocupa. La dificultad para respirar y la angustia que transmite su mirada me obligan a tomarme seriamente el diálogo que él intenta llevar a cabo hacia un objetivo que desconozco.
—Creo que muchos icebergs no esconden nueve décimas partes y que ésta es una premisa falsa, que hemos dado por buena por pereza, porque nunca nos hemos tomado la molestia de comprobar si, efectivamente, todos los icebergs siempre esconden nueve décimas partes de su materia —dice finalmente.
Sonrío. Por un lado para intentar tranquilizarlo; por otro, para tranquilizarme yo. No sé qué decirle. Gano tiempo cogiéndole la mano mientras busco palabras que, estoy seguro, no estarán a la altura de su inquietud. Cuando empiezo a encontrarlas, siento que se crispa, que la respiración se apaga y que, de repente, toda la fuerza que procuraba acumular desemboca en una larga inspiración. No aviso a la enfermera. Sé que está muerto, aunque actúo como si todavía fuera un enfermo. Sigo acariciándole la mano y puedo sentir cómo sus dedos, que ya estaban fríos, se enfrían aún más. Lo peino un poco. El dolor que siento no tiene nada que ver con ningún dolor anterior. No me puedo mover. Me gustaría avisar a la enfermera pero me temo que, si abro la boca, vomitaré. Me da la impresión de que le debo a mi padre una reacción tan serena como la que tuvo él cuando murió mi madre. Espanto los recuerdos de aquel momento porque sospecho que no seré capaz de resistirlos y que, aquí y ahora, me conviene acumular fuerzas y no debilitarme. Cuando intento moverlas, las piernas no me responden. A pesar de todo, me incorporo un poco y, con la ayuda del respaldo de la silla, consigo ponerme en pie. El dolor continúa, pero, por ahora, no se manifiesta exteriormente. Miro a mi padre. Los músculos faciales parecen haberse liberado de la tensión que los corroía cuando he llegado. Coincidiendo con el primer sollozo —una exhalación de tristeza que me explota en la boca por sorpresa—, empiezo a pensar que he llegado a tiempo, y este pensamiento inicia una larga caravana de razonamientos que intentan aplacar la parte más dura del duelo. Mientras lloro —ahora sin control ni contención, con una intensidad que me hace sentir una vergüenza infinita—, pienso que soy un iceberg a la deriva y que ojala tuviera nueve décimas partes de materia debajo de mí.
—¿Qué se ha dicho siempre de los icebergs? —me pregunta.
Suspiro. Creía que quería hablarme de la muerte, o darme un ultimo consejo, o confesarme algún secreto relacionado con mi madre, algún hijo ilegítimo o el testamento. No esperaba una nueva elucubraci6n sobre la materia, el espacio o cualquiera de las obsesiones que, desde que dejó el trabajo, le han mantenido ocupado. Le miro con compasión, sonrío, pero él sigue alterado y espera, impaciente, mi respuesta:
—¿Que los icebergs sólo muestran una parte de lo que son? —le digo con un tono de alumno aplicado.
—Exacto —responde.
—Que esconden nueve décimas partes de su volumen —continúo.
—Eso mismo —dice.
Ignoro adónde quiere ir a parar.
—¿Y? —le pregunto.
Es una pregunta retórica, una referencia de complicidad, un homenaje a la manera como, desde siempre, me ha enseñado a pensar. Durante años, cuando le contaba cualquier cosa —de niño, con entusiasmo o inquietud; de adolescente, con pesadumbre o prudencia; de adulto, con indignación o arrogancia—, él solía mirarme fijamente a los ojos y preguntarme:
—¿Y?
En función de la circunstancia, aquel «¿Y?» rebozado de autoridad pedagógica resolvía casi todas las dudas. Si la pregunta era temerosa, relativizaba los peligros y me indicaba que debía perseverar y no amedrentarme ante los obstáculos. Si la pregunta era presuntuosa, me hacía volver a la realidad y darme cuenta de que sólo había descubierto una ínfima parte de una respuesta global que requería mucho tiempo, esfuerzo y reflexión. El «¿Y?», pues, era una clave privada y, ahora, pronunciada por mí en esta habitación que huele a cerrado, suena como una impertinencia. Mi padre no capta la referencia a nuestro pasado y eso me preocupa. La dificultad para respirar y la angustia que transmite su mirada me obligan a tomarme seriamente el diálogo que él intenta llevar a cabo hacia un objetivo que desconozco.
—Creo que muchos icebergs no esconden nueve décimas partes y que ésta es una premisa falsa, que hemos dado por buena por pereza, porque nunca nos hemos tomado la molestia de comprobar si, efectivamente, todos los icebergs siempre esconden nueve décimas partes de su materia —dice finalmente.
Sonrío. Por un lado para intentar tranquilizarlo; por otro, para tranquilizarme yo. No sé qué decirle. Gano tiempo cogiéndole la mano mientras busco palabras que, estoy seguro, no estarán a la altura de su inquietud. Cuando empiezo a encontrarlas, siento que se crispa, que la respiración se apaga y que, de repente, toda la fuerza que procuraba acumular desemboca en una larga inspiración. No aviso a la enfermera. Sé que está muerto, aunque actúo como si todavía fuera un enfermo. Sigo acariciándole la mano y puedo sentir cómo sus dedos, que ya estaban fríos, se enfrían aún más. Lo peino un poco. El dolor que siento no tiene nada que ver con ningún dolor anterior. No me puedo mover. Me gustaría avisar a la enfermera pero me temo que, si abro la boca, vomitaré. Me da la impresión de que le debo a mi padre una reacción tan serena como la que tuvo él cuando murió mi madre. Espanto los recuerdos de aquel momento porque sospecho que no seré capaz de resistirlos y que, aquí y ahora, me conviene acumular fuerzas y no debilitarme. Cuando intento moverlas, las piernas no me responden. A pesar de todo, me incorporo un poco y, con la ayuda del respaldo de la silla, consigo ponerme en pie. El dolor continúa, pero, por ahora, no se manifiesta exteriormente. Miro a mi padre. Los músculos faciales parecen haberse liberado de la tensión que los corroía cuando he llegado. Coincidiendo con el primer sollozo —una exhalación de tristeza que me explota en la boca por sorpresa—, empiezo a pensar que he llegado a tiempo, y este pensamiento inicia una larga caravana de razonamientos que intentan aplacar la parte más dura del duelo. Mientras lloro —ahora sin control ni contención, con una intensidad que me hace sentir una vergüenza infinita—, pienso que soy un iceberg a la deriva y que ojala tuviera nueve décimas partes de materia debajo de mí.
SERGI PÀMIES, Si te comes un limón sin hacer muecas, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 119- 124.
2 comments:
Los padres no deberían morirse nunca.
Feliz año nuevo, Francisco para ti y los tuyos.
Elvira
Feliz año, Elvira.
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