EL GITANILLO
Los médicos alemanes solían venir hacia las doce. Echaban un vistazo a los enfermos que habían ingresado en el hospital esa mañana, y después firmaban la beff-karte, que equivalía a un permiso para permanecer allí un día más. Después nos dejaban solos. Limpiábamos y preparábamos vendajes hasta el anochecer, cuando el komando volvía del trabajo. Durante esas horas disminuía la tensión.
Estábamos sentados en una pequeña habitación de la enfermería cuando Marusia gritó: «Achtung!». Nos levantamos de un salto y corrimos adentro, poniéndonos firmes. Entonces entró Mengele con un gitanillo que debía de tener unos cuatro años de edad. El niño era una belleza. Iba vestido con un vistoso uniforme blanco formado por unos largos pantalones con la raya planchada, una chaqueta con botones dorados, una camisa de hombre y una corbata. Hechizados, mirábamos fijamente a aquel precioso pequeño. Estaba claro que a Mengele le complacía vernos así. Puso una silla en el centro de la enfermería y se sentó en ella, con el gitanillo entre sus rodillas. El niño entendía el alemán.
«Enséñales cómo bailas el kozak», dijo. Mientras Mengele daba palmas, el pequeño, en cuclillas, leyantaba alternativamente las piernas. Estaba asombrado. «Ahora canta una canción.» El pequeño entonó una inolvidable melodía gitana. Nosotros seguíamos firmes mientras el pequeño se lucía ante Mengele. Era evidente que a Mengele le gustaba. Le abrazaba y le besaba. «Ha sido muy bonito. Aquí tengo algo por la actuación», dijo sacando una caja de bombones de su bolsillo. Se marcharon. Nos miramos unos a otros, sin entender por qué Mengele nos había traído al niño. ¿Por qué quería exhibir ante nosotros el talento del pequeño?
«Estoy segura de que Mengele lo matará pronto», dijo Marusia.
Sentimos un escalofrío.
Durante todo el verano, Mengele se paseó por el campo con el gitanillo, siempre vestido de blanco. Incluso cuando tenían lugar las selecciones, el precioso niño con su traje blanco permanecía a su lado. Había un campamento familiar para los gitanos en el campo C de Auschwitz. Allí vivían veinticinco mil gitanos, los niños con sus familias. No sé muy bien por qué abrieron el campamento familiar en Auschwitz, por qué permitieron que los gitanos creyeran que se les iba a dejar vivir durante la guerra. En el otoño de 1944 llegó el fin para el campamento gitano. No recuerdo la fecha exacta, pero el exterminio tuvo lugar un día de octubre al caer la tarde. Por la mañana se llevaron a todas las mujeres jóvenes. A medida que las iban apiñando en los camiones, lloraban amargamente. Evidentemente, sabían que los que se quedaban en el campo estaban condenados a muerte. Y así fue. Esa misma tarde pudo oírse el ruido de los motores. Se los llevaron a todos a las cámaras de gas. Sólo en esa noche, veinte mil gitanos fueron asesinados.
Es curioso, pero a lo largo de toda aquella matanza sólo podíamos pensar en una cosa. ¿Iba Mengele a proteger del gas al precioso niño? Al día siguiente se paseó por el campo sin el gitanillo. Los hombres nos contaron que en el último minuto Mengele le había empujado a la cámara de gas con sus propias manos.
SARA NOMBERG-PRZYTYK, Auschwitz: True Tales from a Grotesque land, University of North Carolina Press, Chapell Hil, 1985, pp. 83-84.
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