ICEBERG
Hay dos parejas sentadas a la mesa, una frente a la otra. Mientras el camarero recita el menú, Teresa mira a Román con ojos conciliadores. Han discutido antes de la cena y quiere agitar la bandera blanca y confirmar que se quieren. Pero Román no le devuelve la mirada. Está demasiado ocupado tratando de discernir si lo que África está haciendo con la lengua —un barrido húmedo, de ida y vuelta, a lo largo de los labios— es un gesto inocente o una incitación a la infidelidad. África sonríe. Hace meses que su vida conyugal hace agua y, después de meditarlo mucho, ha llegado a la conclusión de que sólo los celos y el deseo de otro pueden hacer que Alberto reaccione. Alberto se queda estupefacto al ver a su amigo tontear con su esposa. Su impulso inicial es levantarse e irse, pero se contiene. Entonces, poseído por el demonio de la venganza, se quita un zapato y, tanteando bajo el mantel, frota el pie contra la pierna de Teresa. Teresa da un respingo y hace añicos un vaso. Todos se vuelven hacia ella, incluido el camarero. Teresa se disculpa, emite una tosecilla nerviosa y dice:
—Yo de primero tomaré una ensalada especial.
RUBÉN ABELLA, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, p. 21.
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