Tropezaron, ella al entrar y él al salir del ascensor.
—Perdón —dijo él, pensando que acababa de chocar con una de esas cretinas atolondradas que se precipitan a la peluquería con la pretensión, una vez bien peinadas, de seducir a un idiota y vivir a su costa para siempre.
—No es nada— dijo ella, lamentando la abundancia de hombres presuntuosos, como ése, probablemente homosexual y sin más aspiraciones que la de llegar a tiempo para disfrutar el partido de fútbol bebiendo cerveza frente a la tele.
Y siguieron su camino, él al quirófano donde operaba aquella tarde, y ella a la biblioteca a consultar unos datos sobre la memoria histórica que estaba escribiendo.
No sabían que habían nacido el uno para el otro, que, juntos, habrían sido felices toda la vida.
No volvieron a encontrarse en ningun otro lugar del universo.
ANTONIO MINGOTE, El caer de la breva, Planeta, Barcelona, 2010, página 23.
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