Marc estudia con detenimiento el libro que tiene delante, Guía agrícola Philips 1968; la encontró entre los trastos viejos de su padre y se la quedó. Observa de reojo la azotea a través de la puerta de su caseta. Vive ahí. Un tinglado, situado en lo alto de un edificio de 8 plantas, que ha ido construyendo con diferentes hojas de latas, bidones, trozos de cartones petroleados y fragmentos de uralitas. Todo ensamblado de tal modo que las 4 paredes configuran un mosaico de palabras e iconos cuarteados de aceite La Giralda, lubricantes Repsol, Beba Pepsi o sanitarios Roca. A veces los mira, y entre todo ese hermanamiento de marcas comerciales intenta descubrir mapas, recorridos, señales latentes de otros territorios artificiales. En la azotea, que ningún vecino ya frecuenta, hay una serie de alambres que van de lado a lado en los que en vez de ropa colgada hay hojas escritas, a mano y por una sola cara, con fórmulas matemáticas; cada una sujeta de una pinza. Cuando sopla el viento [siempre sopla] y se mira de frente el conjunto de hojas, éstas forman una especie de mar de tinta teórico y convulso. Si se ven desde atrás, las caras en blanco de las DIN-A4 parecen la más exacta simbología de un desierto. Las ve aletear y piensa, Es fascinante mi teoría. Cierra la Guía agrícola Philips 1968, la deja sobre la mesa, sale y descuelga unas cuantas hojas de los cables número 1, 4 y 7. Antes de volver a entrar se acoda en la barandilla y piensa en el Mundial que nunca hemos ganado, en que lo más plano que existe sobre la Tierra son las vías de los trenes, en que la música de El acorazado Potemkin, si te fijas, es el «Purple Haze» de Jimi Hendrix versioneado. Después entra en la caseta, que tiembla cuando cierra la puerta de un golpe.
AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO, Nocilla experince, Alfaguara, Madrid, 2008.
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