La muerte de Baruch opera en Prohaska una explosión de actividad, como si sólo encerrándose en una labor exhaustiva se pudiera mantener lejos al fantasma de la locura. No existe en alemán una palabra para designar a los padres que han perdido a sus hijos. Existe, sin embargo, la expresión «verwaiste Eltern», que podría traducirse como «padres que se han quedado huérfanos». Tampoco en español existe una palabra que designe al padre que ha perdido a su hijo, salvo lo que la Academia denomina un uso «poético» del término huérfano. Es como si el lenguaje, ante el dolor más grande que existe en el mundo, no se atreviera a nombrarlo más que mediante perífrasis o encubrimientos. No hay un vocablo exacto, unívoco, para designar una pena tan absoluta. El lenguaje es aquí pudoroso.
Apenas dos semanas después de enterrar a Baruch, Prohaska llega a Danzig. Durante la campaña polaca filma incansablemente, rollos y rollos de película que, en opinión de Stelenski, afianzan la predilección de Prohaska por una imaginería descarnada y constituyen, a efectos prácticos, un corpus inmejorable para descifrar el entusiasmo con que Alemania se abalanza a la conquista de Europa.
Prohaska filma desde tierra, mar y aire. A él debemos las últimas imágenes de la romántica caballería polaca, despedazada por los Panzer en un combate desigual e inarmónico, donde los viejos centauros se apagan ante las flores de hierro de la ingeniería sin dioses; a él debemos la visión dantesca de un Báltico en llamas, asediado por la flota alemana fijada en su horizonte como una avalancha estática; a él debemos la visión de los racimos de bombas como una cornucopia salvaje derramada sobre el mapa de Varsovia, labrando en el surco de la Historia las nuevas runas de un poder abrasivo.
Todo cabe en la lente de Prohaska durante aquellas jornadas: soldados sonrientes, mandos ufanos, civiles con los ojos vacíos de las estatuas, perros que llevan manos entre sus fauces, ruinas humeantes entre las que niños de la edad de Baruch dan sus primeros pasos, queserías en llamas, caballerizas con animales tendidos entre los sacos de cebada y heno como en una postal de miedo y ceniza, lactantes desamparados en brazos de militares absurdamente jóvenes, cielos manchados por la tinta negra de los antiaéreos, ofrendas florales de inesperadas valquirias, topónimos imposibles que en boca del invasor se convierten en risibles trabalenguas, catres de campaña dispuestos junto a bandadas de gansos, el asombro y el miedo, la bestialidad y la alegría, el raro, vertiginoso diorama de la guerra hecho materia de la lente, contenido en el ojo del hombre que ha cruzado una frontera para escapar del país del hijo muerto, enemigo que esconde entre sus ropajes no el deseo hostil de la posesión ni el alivio considerable de la rutina, sino el simple, fatal, humano anhelo de olvidar mediante el obsceno expediente de mirar.
Apenas dos semanas después de enterrar a Baruch, Prohaska llega a Danzig. Durante la campaña polaca filma incansablemente, rollos y rollos de película que, en opinión de Stelenski, afianzan la predilección de Prohaska por una imaginería descarnada y constituyen, a efectos prácticos, un corpus inmejorable para descifrar el entusiasmo con que Alemania se abalanza a la conquista de Europa.
Prohaska filma desde tierra, mar y aire. A él debemos las últimas imágenes de la romántica caballería polaca, despedazada por los Panzer en un combate desigual e inarmónico, donde los viejos centauros se apagan ante las flores de hierro de la ingeniería sin dioses; a él debemos la visión dantesca de un Báltico en llamas, asediado por la flota alemana fijada en su horizonte como una avalancha estática; a él debemos la visión de los racimos de bombas como una cornucopia salvaje derramada sobre el mapa de Varsovia, labrando en el surco de la Historia las nuevas runas de un poder abrasivo.
Todo cabe en la lente de Prohaska durante aquellas jornadas: soldados sonrientes, mandos ufanos, civiles con los ojos vacíos de las estatuas, perros que llevan manos entre sus fauces, ruinas humeantes entre las que niños de la edad de Baruch dan sus primeros pasos, queserías en llamas, caballerizas con animales tendidos entre los sacos de cebada y heno como en una postal de miedo y ceniza, lactantes desamparados en brazos de militares absurdamente jóvenes, cielos manchados por la tinta negra de los antiaéreos, ofrendas florales de inesperadas valquirias, topónimos imposibles que en boca del invasor se convierten en risibles trabalenguas, catres de campaña dispuestos junto a bandadas de gansos, el asombro y el miedo, la bestialidad y la alegría, el raro, vertiginoso diorama de la guerra hecho materia de la lente, contenido en el ojo del hombre que ha cruzado una frontera para escapar del país del hijo muerto, enemigo que esconde entre sus ropajes no el deseo hostil de la posesión ni el alivio considerable de la rutina, sino el simple, fatal, humano anhelo de olvidar mediante el obsceno expediente de mirar.
RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, Medusa, Seix Barral, 2012, pp. 61-63.
2 comments:
Impresiona la reflexión del primer párrafo.
Podría decir que esa valoración ha de ser extendida a toda la novela (o a toda la narrativa de Menéndez Salmón).
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