EFECTOS SECUNDARIOS
Está sentado junto a mí el tío este —ahora mismo no me acuerdo cómo se llama— que para poder colocarse necesita tomar, como poco, tres botes de jarabe para la tos. Jarabe con codeína. Histaverín.
Estamos sentados en el respaldo de uno de los bancos de madera del parque del Ambulatorio.
Me habla de la priva. Le digo que yo conozco una especie de vino dulce, muy parecido al jerez, que, además de costar muy barato (una gamba el litro), te pone muy bien, te deja muy a gusto, muy chachi.
La mistela.
—¿Cómo dices que se llama? —me pregunta.
—Mistela.
—¿Mistela?
—Sí. Eso mismo. Mistela.
—¿No tendrás un bolígrafo por ahí, eh?
—¿Que quieres apuntarlo?
—Pues entonces vete hasta el kiosco y apúntalo allí.
El kiosco está justo detrás de nosotros, a unos ocho o diez metros más o menos.
—Mistela, ¿no?
—Yes.
A mitad de camino, el tío al que le salen manchas verdes en la piel, se para, se gira, vuelve sobre sus pasos y me dice:
—Tío, ¿cómo era el nombre?
—Mistela.
—¡Eso, joder! ¡Mistela! Se me había olvidado.
Esta vez sí. Lo consigue. El tío que caga una mierda dura y verdosa una vez cada quince días, consigue llegar al kiosco antes de que se le olvide el nombre. Le pide a la quiosquera un cacho de papel y un lápiz o un bolígrafo, y entonces, cuando ya va a escribir el nombre sobre la superficie del papel, se queda en blanco, se echa las manos a la cabeza, da la vuelta y se acerca corriendo.
—Mis, ¿qué?
—Mistela. MIS TE LA. ¿Te acordarás?
—Sí, creo que sí.
Pero no. Llegar al kiosco y borrársele el nombre de la memoria es todo uno.
—¿Cómo era, tío? ¿Cómo era? ¿Mismela? ¿Miscela? ¿Misquela?
—Déjalo, anda. Quédate aquí. Ya voy yo, pringao.
0 comments:
Publicar un comentario