UN CUENTO CHINO
Pei, el hijo del cestero, vivía en los alrededores del monasterio budista. Desde muy pequeño aprendió a mirar con respeto el paso de los hombres santos y a dibujar, en la tierra, signos que solo él y las golondrinas sabían descifrar. Esto hizo que con el tiempo se convirtiese en un hombre soñador, decidido a cruzar las puertas del misterio. No había cumplido catorce años cuando escuchó que en el interior del monasterio, donde nunca había entrado nadie que no estuviese consagrado, había un jardín inmenso de flores muy raras y en el centro del jardín un estanque. Pensó muchos días en el jardín y en el estanque y una noche decidió que iba a conocer todo aquello. Se acercó silencioso a los muros del monasterio, trepó por ellos y saltó al interior. Efectivamente allí había un jardín maravilloso donde cualquiera podría perderse. Atravesó setos que nunca había visto, olió rosas que exhalaban un aroma de allá lejos. Todo era distancia y delectación. Cuando ya llevaba una hora andada y el silencio le crecía en el alma, descubrió la orilla del estanque. Era realmente un paisaje singular. Sorprendido, vio cómo la luna se reflejaba en la superficie: nunca había visto nada tan blanco, tan desnudo y perturbador. Cogió del suelo una piedra, apuntó y dio en la diana. La luna se deshizo en ondas y aquel temblor le quedó para siempre en el corazón.
XUAN BELLO, La nieve y otros complementos circunstanciales, Xordica, Zaragoza, 2012, p. 12.
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