Una compañera me había recomendado Los niños tontos de Ana María Matute. El título me desagradaba un poco. Ahora entiendo por qué me insistió tanto en que lo leyese. La muerte y la infancia rara vez se tratan juntas. Los adultos, ya no digamos las madres, preferimos que la infancia sea ingenua, agradable y tierna. Que sea, en suma, al revés que la vida. Me pregunto si, por evitarles el contacto con el dolor, no estaremos multiplicando sus futuros sufrimientos.
«Era un niño distinto», subrayo mientras pienso en lo que me cuentan las maestras de Lito, «que no perdía el cinturón, ni rompía los zapatos, ni llevaba cicatrices en las rodillas, ni se manchaba los dedos», me cuentan que en los recreos no sale al patio, que no parece interesado en jugar con los demás, que se queda dibujando en un cuaderno o mirando por la ventana, «era otro niño, sin sueños de caballos, sin miedo de la noche», y que a veces se queda callado, muy quieto, con el ceño fruncido, como a punto de sacar alguna conclusión a la que nunca llega.
Pero no me importan mis dudas. Me gustaría cuidarlo igual, protegerlo de todo, abrazarlo en el patio, hablarle como a un bebé, engañarlo, malcriarlo, borrarle toda muerte, decirle: A ti no, hijo, a ti nunca.
ANDRÉS NEUMAN, Hablar solos, Alfaguara, Madrid, 2012, pp. 131-132.
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