CHULOS, NO
Él no se acordaba. Claro que no. Veinte años
son muchos en la vida de un hombre. Cuando me vio entrar en la taberna del
Alambrista, me dijo: «¿Qué hay, Gonzalo?», y yo como si nada: «Hola, Perucho».
Y él: «Vienes hecho un hombre». Ya se veía que no se acordaba. Pero yo no me
olvidé de aquello y pienso que no me olvidaré nunca, aunque viva cien años. Hay
cosas que no. Le dije: «Perucho, ¿te acuerdas del burro?». No se acordaba. Bien
se veía que no. El burro era pequeñito y andaba conmigo como si fuese un perro.
Yo le decía: «Vete para el prado de la Seca». E iba. Una vez estaba yo sentado
en el poyo de piedra, a la puerta de la casa, tomando el fresco del atardecer y
llegó Perucho. Me dijo: «Vuestro burro entró en mi huerta y se me comió unos
repollos». Y sin más se metió en el establo y le dio un golpe con la azada en
la cabeza al pobre animal. ¡La madre que lo parió! Estuvo tres días muriendo.
Al final se libró de la muerte, pero enloqueció. Era una pena grandísima verlo
pegando con la cabeza contra las paredes. Tuvieron que matarlo. Yo se las juré
por estas. Pero él no se acordaba y cuando se lo recordé, se reía como un
idiota. Debía estar borracho. Pero también pienso que se dio cuenta de que la
cosa no iba de broma porque se empeñaba todo el tiempo en escapar de la
conversación. Solo me preguntaba por el Brasil, que él conocía muy bien
aquello, que había estado en Río y en Santos. ¡A mí qué! Me invitó a beber.
Bebí. Había mucha gente y después dije: «Invito yo, que vamos a tener fiesta».
Y nadie dijo que no y bebieron todos y todo el mundo me preguntaba por el
Brasil, y vuelta con el Brasil, y yo quería hablar del burro y el Perucho que
cómo andaba el Brasil. Y yo: «¿Te acuerdas del
burro?». Y él: «Deja en paz al burro de una vez». Y yo que no señor, que no,
que hay que beber en recuerdo del burro, y la gente con la mosca detrás de la
oreja y el tabernero gritando por su mujer: «¿Dosinda, trae más vino que se
acaba!». Se organizó una fiesta de mucha caraja. La verdad es que yo estaba
borracho. Pero aunque estuviese sereno haría otro tanto. Perucho ya no se
aguantaba de pie y se reía. «¿Mira que acordarte del burro!» Entonces fue
cuando me vino la idea a la cabeza. Le pregunté: «¿Sabes bailar la capoeira
brasileña, Perucho?». Respondió: «Sé». Yo le dije: «Entonces vamos allá». Y él
dijo: «De acuerdo». Empezamos. Él estaba viejo y ya no sabía. No podía con las
piernas. Le pegué un golpe y lo tiré patas arriba. Se levantó y dijo: «Otra
vez». Me fui acercando. Me pegué a él. Saqué la lezna y se la metí aquí en la
ingle. Después tiré hacia arriba. Le cabía un puño en el agujero. Cayó redondo.
Nadie dijo nada. En aquel momento abría a cualquiera. A mí, chulos, no.
CARLOS CASARES, Narrativa breve completa, Libros del silencio, Barcelona, 2012 pp. 41-42.
Ilustración: Enrique Carceller Alcón
Ilustración: Enrique Carceller Alcón
1 comments:
Lo había consultado en gruesos tomos de leyes. Resultaba incoloro, inodoro e insípido (quizá un leve retrogusto amargo) y sobre todo inaudible. Matar un bonsái solo requiere unas meditadas o despreocupadas dosis de olvido.
Pero el Consejo de Ancianos Cuidadores sentenció que su crimen había sido mucho peor. Renunció a las podas periódicas. Abonó a conciencia. Hizo de él un árbol. Interior e invisible pero inmenso. En sus ramas anidaron memorias y dolores, olores hirientes e imágenes como disparos.
El día que, junto a su tronco, bailaron la capoeira, el burro amarrado a una de sus ramas le coceó con rabia telúrica haciendo brotar de sus ijares un rencor destilado y antiguo. Esa misma rama fue testigo ante el Consejo, de su último balanceo.
Publicar un comentario