SIN TESTIGOS
Las circunstancias me habían reducido a la mendicidad callejera. Como el
pedido directo y sincero no rendía, tuve que recurrir a la estafa, al engaño,
siempre en pequeña escala, por ejemplo hacerme pasar por paralítico, ciego,
enfermo de alguna terrible enfermedad. No era nada agradable hacerlo. Una vez
se me ocurrió que podía hacer algo más ingenioso, más fino, que aunque sirviera
para una sola vez y no me diera gran cosa, al menos me dejaría la satisfacción
de haber hecho algo pensado, casi artístico según lo veía yo. Necesitaba que un
incauto cayera, y preferiblemente que cayera en un sitio donde no hubiera
testigos. Caminé un poco, sobre mis pies doloridos (de verdad) por las
callejuelas que tan familiares me eran, ya que vivía y dormía en ellas, hasta encontrar
un rincón por el que estaba seguro de que no pasaría nadie. Ahí me tiré, al
lado de un gran cubo de basura, a esperar a mi presa. Quedé recostado en la
pared, a medias oculto por el cubo, en las manos la caja chata que había
encontrado tirada y había recogido: era la que me había dado la idea de hacer
el truco que me reportaría algún dinero. Debo aclarar que todavía no sabía qué
truco sería ése. Lo improvisaría a último momento. De pronto se hizo de noche.
Ese rincón estaba muy oscuro, pero acostumbrado como estaba yo a lugares
tenebrosos, veía bastante bien. Y tal como lo había previsto, por ahí no pasaba
nadie. Era lo que yo necesitaba: un sitio solitario y sin testigos. Pero
también necesitaba una víctima, y con el paso de las horas empecé a convencerme
de que no caería nadie. Debo de haberme dormido y vuelto a despertar, varias
veces. Se había hecho un gran silencio. Sería la medianoche, calculo, cuando oí
pasos: venía alguien. No me moví. Era un hombre, fue todo lo que pude decir; no
había iluminación suficiente para los detalles. Y antes de que yo pudiera
ponerme en movimiento, o llamarlo o chistarlo, vi que se dirigía al cubo y se
ponía a hurgar. Era un mendigo, un buscavidas, como yo. Mal podía hacerlo
víctima de un truco ingenioso para sacarle dinero. Aun así, lo habría
intentado, aunque más no sea para extraerle una moneda y no sentir que había
perdido la noche, Pero antes de que yo hiciera el menor movimiento, el desconocido
alzaba algo pesado de adentro del cubo y soltaba una exclamación ahogada. Miré,
con mi penetrante vista nocturna: era una bolsa llena de monedas de oro. Pasó
por mi mente como un relámpago la sensación más amarga de mi vida: era una
fortuna, que había estado al alcance de mi mano durante horas, horas perdidas
en la espera de un inocente al que sacarme mediante engaños una cantidad ínfima
de dinero. Y ahora ese inocente aparecía y se alzaba con mi tesoro, delante de
mis narices. Miró para ambos lados, para asegurarse de que nadie lo había
visto, y echó a correr. No había advertido mi presencia ahí abajo. Yo no soy de
reacciones rápidas, nunca lo fui, pero en esta ocasión, que se me antojó suprema
e irrepetible, actué, movido por algo que se parecía a la desesperación.
Simplemente estiré una pierna y lo hice tropezar. Él estaba tomando velocidad,
su pie se enganchó en mi pierna y cayó cuan largo era; tal como yo había
previsto, la bolsa de monedas cayó con
él y las monedas se desparramaron porel piso, por el empedrado desparejo de ese
callejón, con gran ruido metálico y brillos prometedores. Yo contaba con que el
apuro a él lo llevara a recoger cuantas monedas pudiera y salir corriendo,
mientras yo por mi parte también juntaba monedas, que él no me negaría; su
caída, el desparramo de las monedas, nos ponía a los dos en la misma situación
de apropiadores clandestinos. Pero, para mi sorpresa y horror, no fue así. El
hombre se levantó, ágil como un gato, y sin terminar de ponerse de pie, a medio
levantar, se arrojó sobre mí al tiempo que sacaba un cuchillo enorme del
bolsillo. A pesar de mi vida precaria en la calle, yo no me había endurecido.
Seguía siendo un tímido, que escapaba a toda clase de violencia. En esta
ocasión no pude soñar siquiera con escapar. Él ya estaba sobre mí y levantó el cuchillo
y lo descargó con tremenda fuerza sobre mi pecho. Me penetró casi hasta salir
por el otro lado, y debía de ser muy cerca del corazón. Sentí la muerte, con
una absoluta convicción. Pero cuál no sería mi sorpresa al ver que al mismo
tiempo que me hería, le aparecía a él, en el pecho, una herida igual en el
mismo lugar, y empezaba a manar sangre. Su corazón también había sido herido. Él
se miró el pecho, perplejo. No entendía, y no era para menos. Me había
apuñalado a mí, y la herida aparecía también en él. Extrajo el cuchillo de mi
pecho, y, ya con la mirada turbia por la muerte, como la mía, volvió a clavar,
al lado, como si quisiera comprobar fehacientemente el hecho extraño. Y en
efecto, en su pecho apareció la segunda herida. Empezó a manar sangre. Fue lo
último que vi (o vio).
CÉSAR AIRA, Relatos reunidos, Mondadori, Barcelona, 2013, pp.195-197.
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