Había que ser texto, quitarse de en medio, limpiarse el yo como si fuera el resto de helado que le queda en la comisura de los labios a un niño: la punta de la lengua que sale a borrar esa mancha es la poesía, el poema. Poema y poeta eran lo mismo: el poeta es un texto. Osip lo había convencido. Y en el texto no debía hablar por boca del poeta más que quienes le inspiraban. Porque inspirar es tomar aire. El poeta respiraba porque había quien le hacía respirar. Así decía el Gilgamesh —traducido por Gumiliov—, que los dioses retiraban la vida de quien vive quitándole el aliento vital. El poema es un boca a boca, pero no el que le hace el poeta a su lector sino más bien el que le hace el lector al poeta: el encargado de darle vida al texto, de hacer que el texto conserve su vida y no muera ahogado, es el lector. El poeta es el bañista ahogado a la espera de quien le preste aliento.
JUAN BONILLA, Prohibido entrar sin pantalones, Seix Barral, Barcelona, 2013, p.173.
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