martes, 27 de marzo de 2012

EL PERRO DE GOYA EN BEIRUT, Ricardo Gómez



EL PERRO DE GOYA EN BEIRUT

   Trece horas antes de que el perro semihundido asomase la cabeza por encima de aquel montón de tierra, Fairuz Mernisi se levantaba como todas las mañanas para ir a la escuela.
   Su madre la obsequió al despertarse con una enorme sonrisa y un humeante tazón de leche.
   
   Doce horas antes de que el perro alzase la cabeza para contemplar la devastación, Fairuz salió de casa vestida de colegiala; llevaba en una cartera los cuadernos con los deberes hechos la víspera. Ella y su madre recorrieron el camino hacia la escuela cantando una canción que hablaba de ratoncitos blancos.

   Once horas antes de que el perro meditase, asombrado una vez más, sobre la brutal explosión que había arrasado la plaza, Fairuz practicaba con sus compañeros de clase la tabla de multiplicar. Siete por siete eran en Beirut lo mismo que en otras parles del mundo y, como en otros lugares del planeta, la maestra se afanaba para que aquel ejercicio rutinario diese normalidad a un día que no tenía nada de corriente. 
   
   Diez horas antes de la mirada de asombro del perro semihundido, en la clase de Fairuz se anticipó la hora del recreo. Por espantar los miedos, la maestra explicó lo que esos días estaba ocurriendo en la ciudad. La mirada de los niños era severa y, ante su silencio, la mujer les invitó a que pintaran en la pizarra lo que habían visto o de lo que habían oído hablar.
   Sin pronunciar palabra, varios dibujaron las puntiagudas silueta de los F-16 y los efectos de sus vuelos sobre la ciudad.
   Cuando le llegó el turno a Fairuz, no quiso pintar aviones ni edificios destruidos, sino un puente.
   
   Nueve horas antes de que el perro, con las patas hundidas en la tierra, mirase hacia la cima del montón de escombros, la escuela de Fairuz trató de hacer lo de todos los días, pero no pudo porque el fragor de las sirenas quebró el hábito de la mañana, y los niños de cada aula se pusieron en pie pegados a la pared; como estaban advertidos. La maestra, cuando fue su turno, se dirigió con sus alumnos hacia el gimnasio, donde estaban ya niños y profesores de otros cursos. Allí pasaron cerca de una hora. Los más pequeños lloraban, pero los mayores, como Fairuz, jugaban a las adivinanzas o a las rimas en pequeños grupos.
   
   Ocho horas antes de sorprender las pupilas centelleantes del perro tras el montón de tierra, la directora de la escuela entró en el gimnasio. Se dirigió hacia algunos maestros, y otros adultos hicieron un corro a su alrededor. Los niños no pudieron oír: «Ha sido en Ouzaei, en el sur.  Los aviones se han ido. Volvemos a las clases».
   A una palmada de los profesores, los niños se alzaron del suelo y se ordenaron en disciplinadas filas, dispuestos para subir a las clases.
   
   Siete horas antes de que el perro mirara hacia arriba, con los oídos aturdidos,la maestra escribió en la pizarra los deberes para el día siguiente. El primer ejercicio fue: «Escribe una carta de una página a un familiar lejano, en la que le felicites por su cumpleaños». El segundo: «Haz una lista con seis palabras que expresan alegría y tres que indiquen tristeza». Eso era todo. Deseó a sus alumnos que descansaran, que durmieran bien y que tuvieran cuidado. Se despidió de cada uno en la puerta de la clase, con la frase ritual, y cada uno saludó con respeto.
   A la salida esperaban madres ansiosas por llevar a sus hijos a casa. No se entretuvieron por el camino. No hicieron compras, porque casi todos los establecimientos estaban cerrados a esas horas, la mayoría por falta de abastecimiento. La madre de Fairuz preguntó a su hija qué tal le había ido la mañana, aparentando rutina. La niña no habló de la alarma.
         
   Seis horas antes de que el perro soltase un gañido compungido, Fairuz y su madre acabaron de comer. Mientras la mujer fregaba los cacharros, la niña encendió el televisor. Al poco se quedó dormida, tendida en el sofá. Llevaba tres noches de sueño irregular.
   Ni siquiera despertó cuando su madre la llevó en brazos hasta su habitación, que dejó en penumbra, bajando la persiana y cerrando las ventanas para que no llegaran hasta allí los ruidos de la calle.

   Cuatro horas antes de la explosión que dejó aturdido y casi ciego al perro de patas semihundidas, se oyó el chiqui-chaque de la cerradura, y entró el padre de Fairuz. Su mujer salió a la puerta y le indicó con un gesto que no hiciera ruido, para no despertar a la niña. Cuchichearon en la cocina, con la puerta cerrada, sobre la angustia vivida con las sirenas de media mañana, e intercambiaron impresiones sobre la marcha de los acontecimientos.
   El puso agua al fuego para preparar un té, mientras ella colocaba la tetera y las tazas. Por suerte, tenían provisiones para más de una semana y las garrafas de agua estaban llenas. Nunca se sabía cuándo se podía cortar el suministro. Peor era que faltasen el gas, o la electricidad, pensaron sin decirse nada.

 Tres horas antes de que el misil impactase en la plaza y causase el pavor del perro, Fairuz despertó. Entró en la cocina, dio a su padre un beso y se sentó en sus rodillas. El le preguntó cómo había ido el día, qué habían hecho en el colegio, qué cosas nuevas había aprendido... La niña no habló de los dibujos de la pizarra, ni de la alarma aérea, ni de la ausencia de algunos niños, ni del llanto de los pequeños mientras esperaban en el gimnasio. Tras un rato de conversación, dijo que iría a su cuarto a hacer los deberes. 
    
   Dos horas antes de que el perro caminase hacia la montaña de escombros, antes de fijar su mirada en un punto que aún no podemos adivinar, Fairuz acabó de hacer sus deberes. Luego, tomó una hoja de papel y pintó en ella el puente que veía desde su ventana, el que había dibujado a medias en el colegio. Quizá ese puente fuera volado en un próximo bombardeo, porque las noticias hablaban del peligro de que la aviación destruyese edificios estratégicos de la ciudad, y ese era uno de sus lugares favoritos. Sabía que era antiguo, pero para ella ese no era su principal valor.

   Una hora antes de que el perro, con las patas semihundidas, la mirada vidriosa y los oídos aturdidos, mirase hacia la cima del montón de escombros, con la luz de los incendios reflejada en la pared que había tras él, Fairuz pidió permiso a su padre para bajar a jugar a la plaza.
   Su madre se adelantó y dijo que no, que estaba anocheciendo, y que era peligroso estar en la calle. Pero su padre miró por la ventana del segundo piso y la tranquilizó: «Mujer, no hay peligro. En este barrio no hay nada que tenga interés para los aviones. Además, hay otros niños jugando abajo. No podemos estar encerrados siempre...». 
   Fairuz consiguió el permiso pero, antes de bajar las escaleras, la madre avisó: «Fairuz, cariño, ya sabes... Si se oyen las sirenas, sube en seguida». «Sí, mamá», dijo ella.
   La hora que transcurrió hasta que llegó el misil, Fairuz jugó con otros niños en la plaza. El barrio, es cierto, era simplemente una zona residencial.
   En el parque de verdes ajados y columpios herrumbrosos, dos grupos de ancianos y varios de niños aprovechaban la tibieza del tiempo que precede al anochecer.
     
   No llevaba collar y parecía muy viejo.
   Fairuz fue la primera en verlo y, al cruzar su mirada con la del animal, supo que a ambos les unía un hilo de aflicción. Tacharía «silencio» de su lista de palabras tristes y la sustituiría por «mirada de perro».
   El animal lamió los pies de la niña mientras se dejaba acariciar.
   Debía demostrarle confianza y estaba acostumbrado a ello.
   Luego, a pesar de que se sentía cansado y viejo, se puso a jugar. Primero, dando pequeños brincos; luego, mediante ladridos que invitaban a la persecución.
   Cuando otros chicos de la plaza vieron que Fairuz jugaba con él, se acercaron.
   Pronto, el animal tomó un objeto con sus dientes y lo dejó a los pies de un niño; éste lo lanzó hacia un lugar, y el perro fue a buscarlo para dejarlo a los pies de una niña.
   Los chicos entendieron.
   El juego se prolongó mucho tiempo y cada vez era mayor el entusiasmo de los pequeños, que ahora eran más de quince. El perro, aunque era viejo y se notaba cansado, sabía que aquello era necesario.
   En un momento determinado, el perro supo que, en un lugar distante, dos soldados acababan de introducir en una máquina cruel las coordenadas del lugar en que debía caer un misil.
   El animal acomodó el ritmo del juego a un reloj interior que determinó la trayectoria del cohete y el momento exacto en que estallaría.
   Poco a poco, en ese juego, fue sacando a los niños de la plaza, pero ellos no se dieron cuenta.
   Cinco segundos antes de la explosión, el perro y la turbamulta de niños estaban a salvo en el callejón de un edificio cercano.
   Ante los misiles que vuelan a baja altura no se activan las sirenas.
   Primero se oyó un siseo...
   ...y, luego, una terrible explosión que pulverizó el cemento, esparció por el aire toneladas de tierra y paralizó a los niños.
   Mientras éstos gritaban aturdidos y aterrorizados, el perro se asomó a la plaza.
   Las patas del perro se hundían en el suelo reventado. Los oídos le dolían y el fragor del incendio que siguió hería sus pupilas.
   Miró a través del montón de escombros y trató de ver si los edificios en los que habitaban Fairuz, Hassan, Limam, Souad... estaban indemnes. Todavía no pudo verlo, a través  del humo de la explosión.
   El animal pensó con pavor que, una vez más durante un día de guerra más, había conseguido salvar por poco a un grupo de niños. Al menos, de momento.
         
   CODA
         
   Cuando suenan las sirenas, en las ciudades desiertas deambulan los perros. Algunos, como el de Goya, intentan salvar niños. Unas veces lo consiguen; otras, no.
   En cualquier caso, no hay tantos perros de Goya como para compensar la despiadada mirada de algunos seres humanos.

RICARDO GÓMEZ, 7 cuentos crudos, SM, Madrid, 2007, pp. 3-34.

ILUSTRACIONES: Juan Ramón Alonso