martes, 25 de noviembre de 2014

ELLA, José Cereijo

ELLA

   Incapaz, por su mucha timidez, de acercarse a una mujer, sus amigos le embromaban cruelmente. Para defenderse, inven­tó que había conocido a una; la describió con todo lujo de deta­lles, con una imaginación alimentada por años de soledad. Con­siguió, no sólo que cesaran las bromas, sino ver en sus miradas algo nuevo, y peligroso: la admiración, el respeto, tal vez la envi­dia. Como cada vez le presionaban más para que se la presenta­ra, inventó que había tenido que marcharse a otra ciudad, por razones de trabajo; también —volcándose, redimiendo quizás en los detalles muchas tardes desiertas—, las largas conversaciones telefónicas que mantenían. Esa criatura imaginaria era ya apre­ciada por todos; la impaciencia por conocerla, creciente. Tuvo que matarla. Se esforzó por ser convincente, al teléfono, con su mejor amigo, hablando del accidente, de su dolor, de la necesi­dad de acudir al funeral. Paseó, solitario, por la ciudad donde la había hecho vivir, y que no conocía; en cada esquina, en cada sombra, le parecía aguardar una ausencia, o la promesa o el esquema de una ausencia; también, el absurdo de sentirlo. Se fue de allí con el corazón oprimido, como si realmente hubiera habido alguien a quien perder. Sus amigos confundieron fácil­mente con dolor esa melancolía, y la respetaron. O quizá era él quien empezaba a engañarse. Fue ya, a los ojos de todos, el viudo de una sombra a la que todos parecían conocer mejor que él. Alguna vez pensó en repetir la hazaña, pero nunca pudo resolverse al engaño: por ellos —que tal vez lo sabían—, por él mismo, por ella.


JOSÉ CEREIJO, Apariencias, Renacimiento, Sevilla, 2005, pp. 69-70.
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Arnaldo Pomodoro