AYUDAR A MANDAR GUISANTES
Ocurre casi siempre a esa hora muerta de la mañana en que el tiempo no apunta ya a nada concreto. Olvidados los tazones y las migas del desayuno, lejos aún los perfumados borboteos de la comida, la cocina es puro sosiego, casi una abstracción. Sobre el hule, un simple trozo de periódico, un montón de guisantes con su vaina, una ensaladera.
Nunca llegamos al inicio de la operación. Cruzábamos la cocina para ir al jardín, a ver si había pasado el cartero...
—¿Puedo ayudarte?
Naturalmente que sí. Podemos ayudar. Podemos sentarnos ante la mesa familiar y adoptar de inmediato ese ritmo indolente, relajante, que parece dictado por un metrónomo interior. Es fácil desgranar guisantes. Una presión con el pulgar en la vaina y ésta se abre, dócil, entregada. Algunas, menos maduras, se muestran más reticentes: una incisión con la uña del dedo índice permite entonces desgarrar lo verde y notar la humedad y la carne densa, apenas debajo de la piel falsamente apergaminada. Acto seguido, se hacen resbalar las bolas con un solo dedo. La última es tan minúscula... A veces, dan ganas de hincarle el diente. No es buena, es un poco amarga, pero fresca como la cocina de las once, cocina del agua fría, de las hortalizas mondadas... Muy cerca, junto al fregadero, brillan sobre un trapo unas zanahorias desnudas, acabando de escurrirse.
Entonces hablamos poquito a poco, y la música de las palabras también parece venir del interior, apacible, familiar. De cuando en cuando, alzamos la cabeza para mirar al otro; pero el otro se ve obligado a mantener la cabeza gacha; tal es el código. Hablamos de trabajo, de proyectos, de fatiga, no de psicología. La operación de desgranar guisantes no se presta a explicaciones, sino a ir siguiendo el proceso con cierta morosidad. Podría no costar más de cinco minutos, pero nos resulta muy grato prolongar, dilatar la mañana, vaina tras vaina, arremangados. Acariciamos las bolas peladas que colman la ensaladera. Son suaves al tacto; todas esas redondeces contiguas forman como un agua de tierna tonalidad verde, y nos sorprende no mojarnos las manos. Tras un largo silencio de claro bienestar, alguien dice:
—Sólo falta ir a buscar el pan.
PHILLIPE DELERM, El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, Tusquets, Barcelona, 2001, pp. 17-18.
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