Incapaz, por su mucha timidez, de acercarse a una mujer, sus amigos le embromaban cruelmente. Para defenderse, inventó que había conocido a una; la describió con todo lujo de detalles, con una imaginación alimentada por años de soledad. Consiguió, no sólo que cesaran las bromas, sino ver en sus miradas algo nuevo, y peligroso: la admiración, el respeto, tal vez la envidia. Como cada vez le presionaban más para que se la presentara, inventó que había tenido que marcharse a otra ciudad, por razones de trabajo; también —volcándose, redimiendo quizás en los detalles muchas tardes desiertas—, las largas conversaciones telefónicas que mantenían. Esa criatura imaginaria era ya apreciada por todos; la impaciencia por conocerla, creciente. Tuvo que matarla. Se esforzó por ser convincente, al teléfono, con su mejor amigo, hablando del accidente, de su dolor, de la necesidad de acudir al funeral. Paseó, solitario, por la ciudad donde la había hecho vivir, y que no conocía; en cada esquina, en cada sombra, le parecía aguardar una ausencia, o la promesa o el esquema de una ausencia; también, el absurdo de sentirlo. Se fue de allí con el corazón oprimido, como si realmente hubiera habido alguien a quien perder. Sus amigos confundieron fácilmente con dolor esa melancolía, y la respetaron. O quizá era él quien empezaba a engañarse. Fue ya, a los ojos de todos, el viudo de una sombra a la que todos parecían conocer mejor que él. Alguna vez pensó en repetir la hazaña, pero nunca pudo resolverse al engaño: por ellos —que tal vez lo sabían—, por él mismo, por ella.
martes, 25 de noviembre de 2014
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