La vida en el barrio se había vuelto de una violencia atroz, salvaje. Los muertos se iban amontonando sobre las aceras, mientras la crueldad se había instalado sin tregua en las calles. Nadie hacía nada. Yo, a veces, tenía que pasar al otro lado y no siempre lo conseguía. El fuego cruzado era frecuente y cualquier bala perdida, llegada desde algún hueco oscuro o desde una ventana lejana, donde algún francotirador esperaba apostado con aburrida paciencia a su presa, podía sorprenderte parado en una esquina o caminando con prudente tranquilidad arrimado a una pared. Había veces en que una flecha acerada y ungida de ponzoña, el pisotón de un elefante o la coz proterva de una pezuña te hundían en tu propia casa. ¿De qué vale la fortaleza mental cuando se sabe con inconcusa certeza que ninguno de tus enemigos tiene miedo a matarte y no les importas nada? ¿Qué camino tomar cuando, más aún, se disputan tu cuerpo para devorarlo vivo?
Pocos eran, en realidad, los que deambulaban con despreocupación, y los parques se veían casi siempre desiertos por causa del miedo y la ansiedad; pocos eran los que no portaban un arma con la que poder defenderse o matar sin piedad al extraño de mirada torva. Todos eran tus enemigos, lo mismo que tú lo eras para ellos, y no había necesidad de razonar un porqué. Al fin y al cabo nosotros no actuábamos, sino movidos como marionetas.
Tampoco es que fuésemos bandas, no; nos sentíamos algo más, un ejército que jugaba a matarse sin que valiesen soluciones intermedias. Yo tenía que cruzar aquel barrio enemigo y me lancé como otras veces a ello. Sé que no había obligación absoluta. Podía dar un rodeo que tan sólo me supondría un par de horas de retraso, pero yo, como los demás, amaba el riesgo (la muerte me importaba bien poco y las reglas eran las reglas), así que me interné decidido en el bosque, por lo más tupido e impenetrable: estaba convencido de que ahora sí me convertiría en dama.
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