CHIRIMOYA PROVISIONAL, QUIERO SUPONER
(Siete viñetas del autor recién parido)
1
Estoy hasta las narices, incapaz de dominar a un renacuajo de diecinueve meses que es mi hijo, cuando suena el aparato. La voz se oye tan clara no porque la compañía de teléfonos esté a la última en tecnología, sino porque la distancia a cubrir por esa voz es mínima y cuesta abajo: llaman mis vecinos de arriba, invitando a un café y a un gato. Vale, digo, y lo planteo a mi mujer entre los gritos del niño (mi mujer sin ningún ánimo de posesión o cosa por el estilo, mi mujer por puro formalismo; mi compañera vamos a decir). Ella ve un cielo abierto, sospecho, y me convence: prefiere quedarse sola para ducha y relajos varios, mientras nosotros (el llanto, el niño y yo) echamos el café con los vecinos. La promesa del gatito ha frenado la argumentación lacrimógena, convirtiendo los últimos hipidos en interesantes amagos de un mini mini aprendido sabe Dios si en casa de los abuelos.
Y subimos.
Mi vecino de arriba, por pura casualidad, se llama Óscar; por casualidad también escribe cuentos, y su compañera casualmente se llama Verónica, y por las vacaciones de un hermano están al cargo, como quien dice, de una gata atigrada en unos negros y grises muy similares a los de ciertas tapicerías de algunos taxis, o viceversa. Ya no hay niño; es decir, entran en íntima comunicación gata y niño.
Yo prefiero un colacao y alfajores, con lo que queda más que indicada la naturaleza de las vacaciones del hermano, casualmente César. Verónica y Óscar toman café y mi hijo ni se entera de que le meto entre pecho y espalda un tarrito de frutas de los grandes en menos de diez minutos, cuando lo habitual es invertir poco menos que una hora acompañada de fuerte parafernalia mímica y acústica.
Una vez el enano bien comido y entregado a los juegos con la gata, puedo deleitarme en un sillón con un ducados y la voz de Óscar leyendo sus últimos relatos, placer inmenso difícil de explicar a quien carezca de heredero en fase o numerito del nacimiento canino o premolar, que ya pierde uno la cuenta.
Los relatos de Óscar son buenos (muy buenos, por qué voy a esconderlo), y jodidos, porque cada día escribo menos y constato con terror que de últimas soy incapaz de casar más de tres frases seguidas. Se lo digo.
Pero no escucho la respuesta (ha pasado el tiempo y la gata es ya un juguete gastado, otro).
Bajamos a casa.
Mi compañera está relajada en el sofá, me mira y me comenta: te podías haber quedado más rato. También verdad, digo. Miradas como eso pequeñito que venden en las ferreterías, pun pun cuando se clavan.
2Y subimos.
Mi vecino de arriba, por pura casualidad, se llama Óscar; por casualidad también escribe cuentos, y su compañera casualmente se llama Verónica, y por las vacaciones de un hermano están al cargo, como quien dice, de una gata atigrada en unos negros y grises muy similares a los de ciertas tapicerías de algunos taxis, o viceversa. Ya no hay niño; es decir, entran en íntima comunicación gata y niño.
Yo prefiero un colacao y alfajores, con lo que queda más que indicada la naturaleza de las vacaciones del hermano, casualmente César. Verónica y Óscar toman café y mi hijo ni se entera de que le meto entre pecho y espalda un tarrito de frutas de los grandes en menos de diez minutos, cuando lo habitual es invertir poco menos que una hora acompañada de fuerte parafernalia mímica y acústica.
Una vez el enano bien comido y entregado a los juegos con la gata, puedo deleitarme en un sillón con un ducados y la voz de Óscar leyendo sus últimos relatos, placer inmenso difícil de explicar a quien carezca de heredero en fase o numerito del nacimiento canino o premolar, que ya pierde uno la cuenta.
Los relatos de Óscar son buenos (muy buenos, por qué voy a esconderlo), y jodidos, porque cada día escribo menos y constato con terror que de últimas soy incapaz de casar más de tres frases seguidas. Se lo digo.
Pero no escucho la respuesta (ha pasado el tiempo y la gata es ya un juguete gastado, otro).
Bajamos a casa.
Mi compañera está relajada en el sofá, me mira y me comenta: te podías haber quedado más rato. También verdad, digo. Miradas como eso pequeñito que venden en las ferreterías, pun pun cuando se clavan.
Leo en el autobús. No me queda otro remedio.
Puedo coger el 11 o el 12, los dos me llevan al centro, que es final de trayecto, a diez minutos andando de mi trabajo. Para el regreso tengo también la fortuna de escoger entre el 11 o el 12, pues llegan por un mismo recorrido hasta mi barrio, para un poco más lejos bifurcarse sus caminos.
Estoy ya tan acostumbrado a estas vibrolecturas, como he dado en llamarlas, que puede considerárseme un experto, de tal manera que soy capaz de hacerlo incluso de pie, sujetándome con la mano izquierda en una barra que comúnmente está anclada al techo y sirve además como argumento para algunos chistes, y con la derecha sosteniendo el libro a una distancia de mis ojos siempre igual y constante, merced a un inconsciente mecanismo de flexión de mis extremidades que intuyo harto complicado como para detenerme a explicarlo ahora. (No obstante esta gracia o facilidad, prefiero hacerlo sentado, a ser posible en la parte trasera del autobús, donde hay menos ojos curioseando o simplemente dejando posar como quien no quiere la cosa una distraída y quisquillosa mirada sobre mi nuca.)
Quiero apuntar también aquí que no sólo avalan mi enorgullecimiento estos aspectos puramente físicos o mecánicos del asunto, sino además, y lo que es más importante, una justeza en la medida de los tiempos de que dispongo ciertamente asombrosa (me ayudan, para hacer honor a la verdad, unas cuidadas selecciones previas de los libros: por lo común, libros de relatos cortos, o, en su defecto, novelas o ensayos bien estructurados en capítulos y subcapítulos. Hasta ahí, que yo recuerde en diecinueve meses y dos días que tiene mi chico —antes leía en casa, claro está—, siempre ha coincidido el punto final de un relato o un capítulo con mi final de trayecto.
La razón de esta simultánea desembocadura se me escapa, debe de estar más o menos escondida en determinados acelerones o frenadas del conductor del autobús o de la velocidad al leer, aunque tampoco es malo ni descartable este persistente binomio de moscas detrás de las orejas: en una, la inevitable lectura en diagonal a que obligan ciertos textos; en la otra, lo contemporáneo, mea culpa, podría decir. Lo cierto es que en más de una ocasión, cuando un capítulo era excesivamente largo o un relato cubría su peripecia en apenas un par de páginas), supuestos inviables ambos para llegar al final común del punto y la parada, aun así se ha cumplido la norma con total exactitud. Es de tal naturaleza la simbiosis que se establece entre mi proceso lector y la actividad digamos circulatoria del chófer, que algunos días levanto con disimulo la mirada de la página y espío secretamente los movimientos del conductor, intentando adivinar si en ellos está quizá la intención de establecer un paralelismo con el movimiento de mis ojos sobre las líneas. Yo mismo me sonrío enseguida de semejante memez.
Hoy, sin embargo, a la vuelta del trabajo el libro de relatos de C con el que llevo unos días me la ha jugado buena. Se me pasaron tres paradas.
Luego he tenido que volver andando y he llegado a las tantas, puteando y echando pestes de los cuentos de C, que son muy buenos (buenísimos, para que esconderlo), y por eso mismo y por lo que me toca, he decidido dejar su libro en los estantes para otra ocasión mejor y dedicarme ahora a mirar por la ventanilla del autobús las tantísimas vidas que pasan por las calles, que son muchas.
3Puedo coger el 11 o el 12, los dos me llevan al centro, que es final de trayecto, a diez minutos andando de mi trabajo. Para el regreso tengo también la fortuna de escoger entre el 11 o el 12, pues llegan por un mismo recorrido hasta mi barrio, para un poco más lejos bifurcarse sus caminos.
Estoy ya tan acostumbrado a estas vibrolecturas, como he dado en llamarlas, que puede considerárseme un experto, de tal manera que soy capaz de hacerlo incluso de pie, sujetándome con la mano izquierda en una barra que comúnmente está anclada al techo y sirve además como argumento para algunos chistes, y con la derecha sosteniendo el libro a una distancia de mis ojos siempre igual y constante, merced a un inconsciente mecanismo de flexión de mis extremidades que intuyo harto complicado como para detenerme a explicarlo ahora. (No obstante esta gracia o facilidad, prefiero hacerlo sentado, a ser posible en la parte trasera del autobús, donde hay menos ojos curioseando o simplemente dejando posar como quien no quiere la cosa una distraída y quisquillosa mirada sobre mi nuca.)
Quiero apuntar también aquí que no sólo avalan mi enorgullecimiento estos aspectos puramente físicos o mecánicos del asunto, sino además, y lo que es más importante, una justeza en la medida de los tiempos de que dispongo ciertamente asombrosa (me ayudan, para hacer honor a la verdad, unas cuidadas selecciones previas de los libros: por lo común, libros de relatos cortos, o, en su defecto, novelas o ensayos bien estructurados en capítulos y subcapítulos. Hasta ahí, que yo recuerde en diecinueve meses y dos días que tiene mi chico —antes leía en casa, claro está—, siempre ha coincidido el punto final de un relato o un capítulo con mi final de trayecto.
La razón de esta simultánea desembocadura se me escapa, debe de estar más o menos escondida en determinados acelerones o frenadas del conductor del autobús o de la velocidad al leer, aunque tampoco es malo ni descartable este persistente binomio de moscas detrás de las orejas: en una, la inevitable lectura en diagonal a que obligan ciertos textos; en la otra, lo contemporáneo, mea culpa, podría decir. Lo cierto es que en más de una ocasión, cuando un capítulo era excesivamente largo o un relato cubría su peripecia en apenas un par de páginas), supuestos inviables ambos para llegar al final común del punto y la parada, aun así se ha cumplido la norma con total exactitud. Es de tal naturaleza la simbiosis que se establece entre mi proceso lector y la actividad digamos circulatoria del chófer, que algunos días levanto con disimulo la mirada de la página y espío secretamente los movimientos del conductor, intentando adivinar si en ellos está quizá la intención de establecer un paralelismo con el movimiento de mis ojos sobre las líneas. Yo mismo me sonrío enseguida de semejante memez.
Hoy, sin embargo, a la vuelta del trabajo el libro de relatos de C con el que llevo unos días me la ha jugado buena. Se me pasaron tres paradas.
Luego he tenido que volver andando y he llegado a las tantas, puteando y echando pestes de los cuentos de C, que son muy buenos (buenísimos, para que esconderlo), y por eso mismo y por lo que me toca, he decidido dejar su libro en los estantes para otra ocasión mejor y dedicarme ahora a mirar por la ventanilla del autobús las tantísimas vidas que pasan por las calles, que son muchas.
Otro día la que está hasta las narices de la imposible rutina infantil es mi compañera (por no decir mi mujer, mi santa), que casualmente se llama Juana.
El niño, en una enumeración rápida, le ha vomitado la papilla de cereales encima, ha roto el cenicero azul del viaje a Portugal, se le ha visto hacer bastante fuerza en un pañal recién cambiado y huele otra, y ahora señala la lata de sprite donde están los bolígrafos diciendo coche coche coche.
—El coche que te lo pinte tu padre, niño, que me tienes harta.
Ésta es una frase tipo, o sea, clásica ya a estas alturas.
Entonces yo le pinto coches, aviones y perros, mientras imagino los cuentos que podría escribir. Hay uno que se me repite siempre, que contaría la historia de un tipo al que le pongo Diajara, un nombre por lo menos curioso, y al que invariablemente —sequía imaginativa con visos de amplitud de Gobi y Sáhara, los dos juntos— coloco de policía, si acaso para disimular alguna vez de fontanero. Resuelve un caso o dos, no sé de qué naturaleza, si unos asesinatos o un atasco de bajantes, pero los resuelve bien, como los resolvería cualquiera de los Diajara que en el mundo existan. Y así, pintando coches y helicópteros, imagino estas historias de Diajara que casi nunca escribo y que podrían ser regularcillas (o buenas, qué demonios) de tal manera enfrascado en los dibujos y las imaginaciones que apenas me roza el comentario de Juana diciendo ¿cuándo cogerá este niño un libro y nos dejará tranquilos dos horas seguidas?
Es un comentario muy pasado de rosca, porque dos horas son, echando las cuentas por lo bajo, por lo menos ciento veinte minutos, que ya es hablar por hablar, querida.
4El niño, en una enumeración rápida, le ha vomitado la papilla de cereales encima, ha roto el cenicero azul del viaje a Portugal, se le ha visto hacer bastante fuerza en un pañal recién cambiado y huele otra, y ahora señala la lata de sprite donde están los bolígrafos diciendo coche coche coche.
—El coche que te lo pinte tu padre, niño, que me tienes harta.
Ésta es una frase tipo, o sea, clásica ya a estas alturas.
Entonces yo le pinto coches, aviones y perros, mientras imagino los cuentos que podría escribir. Hay uno que se me repite siempre, que contaría la historia de un tipo al que le pongo Diajara, un nombre por lo menos curioso, y al que invariablemente —sequía imaginativa con visos de amplitud de Gobi y Sáhara, los dos juntos— coloco de policía, si acaso para disimular alguna vez de fontanero. Resuelve un caso o dos, no sé de qué naturaleza, si unos asesinatos o un atasco de bajantes, pero los resuelve bien, como los resolvería cualquiera de los Diajara que en el mundo existan. Y así, pintando coches y helicópteros, imagino estas historias de Diajara que casi nunca escribo y que podrían ser regularcillas (o buenas, qué demonios) de tal manera enfrascado en los dibujos y las imaginaciones que apenas me roza el comentario de Juana diciendo ¿cuándo cogerá este niño un libro y nos dejará tranquilos dos horas seguidas?
Es un comentario muy pasado de rosca, porque dos horas son, echando las cuentas por lo bajo, por lo menos ciento veinte minutos, que ya es hablar por hablar, querida.
Está también lo de la tertulia de los jueves. ¡Qué vergüenza!
Llevaba yo de prepadre mi carpeta bien hinchada de folios y la voz en pictolines, las diversas vanidades y los talentos como en salmuera, que daba gusto. De viernes a miércoles trajinando argumentos a mansalva, cualquier cosa servía para un relato; lo suyo era cumplir con los deberes, subir nota a ser posible. Ahora si acaso me presento un jueves de cada siete, como para bulto, acarreando papeles ajenos, lecturas que me gustaron.
Lo más curioso es que cada noche de esos jueves, de regreso en la rutina propia de padre primerizo, me hago firmes propósitos de volver a la aventura de los cuentos y llevar a los amigos cosas nuevas. Insisto en la idea un par de días más todavía, confesaría yo que incluso llegando al domingo me atrevo con un folio en blanco que al final es pasto inevitable de la euforia de rotuladores de mi hijo. Y ya para el lunes estoy empantanado de nuevo en las faenas laborales y domésticas insoslayables y me acuerdo de tarde en tarde de los Diajara.
Sufro, qué carajo. Y me avergüenzo cuando en estos diecinueve meses largos me piden papeles o me llaman a lecturas y promociono las ruinas de lo que ya fue publicado, sintiendo con terror que aquellos cuentos que pudieran ser buen comienzo se queden huérfanos de posteriores y resulten meros accidentes, flautas que sonaron para en definitiva el asno (el burro, dejándome de leches y finuras).
En otros momentos me animan cartas de compinches, empujones de contertulios, los buenísimos cuentos de C, la mirada traviesa y dulcísima de mi hijo, el cuerpo como a hurtadillas de su madre, y la puñetera lata de esprite, a reventar de lápices y bolígrafos. Ahora mismo falta uno en la lata. Es miércoles.
5
Llevaba yo de prepadre mi carpeta bien hinchada de folios y la voz en pictolines, las diversas vanidades y los talentos como en salmuera, que daba gusto. De viernes a miércoles trajinando argumentos a mansalva, cualquier cosa servía para un relato; lo suyo era cumplir con los deberes, subir nota a ser posible. Ahora si acaso me presento un jueves de cada siete, como para bulto, acarreando papeles ajenos, lecturas que me gustaron.
Lo más curioso es que cada noche de esos jueves, de regreso en la rutina propia de padre primerizo, me hago firmes propósitos de volver a la aventura de los cuentos y llevar a los amigos cosas nuevas. Insisto en la idea un par de días más todavía, confesaría yo que incluso llegando al domingo me atrevo con un folio en blanco que al final es pasto inevitable de la euforia de rotuladores de mi hijo. Y ya para el lunes estoy empantanado de nuevo en las faenas laborales y domésticas insoslayables y me acuerdo de tarde en tarde de los Diajara.
Sufro, qué carajo. Y me avergüenzo cuando en estos diecinueve meses largos me piden papeles o me llaman a lecturas y promociono las ruinas de lo que ya fue publicado, sintiendo con terror que aquellos cuentos que pudieran ser buen comienzo se queden huérfanos de posteriores y resulten meros accidentes, flautas que sonaron para en definitiva el asno (el burro, dejándome de leches y finuras).
En otros momentos me animan cartas de compinches, empujones de contertulios, los buenísimos cuentos de C, la mirada traviesa y dulcísima de mi hijo, el cuerpo como a hurtadillas de su madre, y la puñetera lata de esprite, a reventar de lápices y bolígrafos. Ahora mismo falta uno en la lata. Es miércoles.
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Para provocarle ensoñaciones o encantamientos es un ángel. Deben provocarle ensoñaciones o encantamientos el tejemaneje con el destornillador y los serruchos. Es un niño despierto sin embargo, porque al embobamiento vegetal de su observación le siguen después las imitaciones: con sus pequeñas manos gira invisibles herramientas y sabe también construir con su voz tan nueva y virgen los secos golpes de martillo empujando las maderas.
Esto tiene mucho peligro, hijo, le digo, así de estilístico me pongo, enseñándole las sierras, y parece que comprende; no parece, comprende.
Así que invertimos (los dos, él me ayuda, me entorpece) un día entero en montar los nuevos estantes para los libros.
He aquí el resultado: hemos cortado tablas, medido baldas, clavado puntillas, atornillado tornillos, y finalmente hemos clasificado los tomos: narrativa rusa, alemana, francesa, italiana..., los suramericanos unidos, la española en seis estantes centrales (el de los molinos hemos medido mal y tiene que acostarse, una versión de bolsillo sin Dorés cabe justita); los poetas todos juntos, ignorando épocas y nacionalidad, confundidas sus voces en el desorden de mi oceánica laguna; una tabla de madera más hermosa, con espléndidos nudos elípticos más oscuros, en exclusiva para Julio, Rayuela tres veces repetida y los cronopios por lo menos diez, dejando solo un pequeño hueco de privilegio para los cuentos de Bábel, de Beckett y Mrozek; algunos bastantes espacios vacíos provisionales esperando devolución de me temo ya irrecuperables; el hueco difícil de M, primer autor, sin dibujos despistado en una lejanísima mudanza; más arriba los ensayos y misceláneas, cuatro estantes para la botánica de Juana, las matemáticas del bachiller y media carrera, y coronando, los doce tomos encuadernados en piel de los tebeos del Jabato, con Fideo de Mileto haciendo de las suyas.
(La pucha, el entero K recién ahora lo vemos muerto de risa en el sofá, habrá que reordenarlo todo porque de tan previsto se quedó al final olvidado y sin sitio.)
Éste es el cuadro que pintó Monterroso en Lo demás es silencio: el autor sentado frente a los estantes repletos de libros, el autor extasiado ante esos objetos inmóviles buscando la inspiración. Patético. (Y además el bricolaje, esa ocupación.) Pero entra de nuevo mi hijo, sonríe señalando los estantes, me mira y dice, con un tono de voz que sólo entienden los padres: Pa-pá.
6Esto tiene mucho peligro, hijo, le digo, así de estilístico me pongo, enseñándole las sierras, y parece que comprende; no parece, comprende.
Así que invertimos (los dos, él me ayuda, me entorpece) un día entero en montar los nuevos estantes para los libros.
He aquí el resultado: hemos cortado tablas, medido baldas, clavado puntillas, atornillado tornillos, y finalmente hemos clasificado los tomos: narrativa rusa, alemana, francesa, italiana..., los suramericanos unidos, la española en seis estantes centrales (el de los molinos hemos medido mal y tiene que acostarse, una versión de bolsillo sin Dorés cabe justita); los poetas todos juntos, ignorando épocas y nacionalidad, confundidas sus voces en el desorden de mi oceánica laguna; una tabla de madera más hermosa, con espléndidos nudos elípticos más oscuros, en exclusiva para Julio, Rayuela tres veces repetida y los cronopios por lo menos diez, dejando solo un pequeño hueco de privilegio para los cuentos de Bábel, de Beckett y Mrozek; algunos bastantes espacios vacíos provisionales esperando devolución de me temo ya irrecuperables; el hueco difícil de M, primer autor, sin dibujos despistado en una lejanísima mudanza; más arriba los ensayos y misceláneas, cuatro estantes para la botánica de Juana, las matemáticas del bachiller y media carrera, y coronando, los doce tomos encuadernados en piel de los tebeos del Jabato, con Fideo de Mileto haciendo de las suyas.
(La pucha, el entero K recién ahora lo vemos muerto de risa en el sofá, habrá que reordenarlo todo porque de tan previsto se quedó al final olvidado y sin sitio.)
Éste es el cuadro que pintó Monterroso en Lo demás es silencio: el autor sentado frente a los estantes repletos de libros, el autor extasiado ante esos objetos inmóviles buscando la inspiración. Patético. (Y además el bricolaje, esa ocupación.) Pero entra de nuevo mi hijo, sonríe señalando los estantes, me mira y dice, con un tono de voz que sólo entienden los padres: Pa-pá.
Bien es cierto que he dejado de leer desde hace unos días, desde que tuve que bajarme tres paradas más allá de la que era, pero no por eso dejo de echar en el bolsillo las cartas que me llegan para leerlas en la comodidad multitudinaria del autobús, antes de empezar la jornada de trabajo. Ya no las leo nunca en casa, aunque tenga oportunidad; cada día me gusta más saborear las amistades epistolares en el autobús, como si fuese al encuentro de quien me escribe y no a una faena también rutinaria y con subjefe de subsección y jefe de subsección y jefe de sección y un etcétera bien largo.
La de ayer venía en sobre acolchado desde Barcelona y no es nada fea la letra de Mercé. Además de los cariños, los ánimos, los comentarios a las fotografías del viaje (cosas nuestras que a nadie van a interesar pero las pongo aquí porque me place), además me envía un regalito: casualmente un libro de relatos cortísimos de un escritor que por pura casualidad se apellida T, una portada en verde con dos gallos subidos en un sofá.
El estilo, como ya se me advierte, es seco como la yesca, pero vaya tela con los relatos, lo que se puede hacer con un bolígrafo y un papel y puede que con los hijos ya criados. Vértigo me da pensarlo.
El caso es que a lo que iba: que Juana se lleva al niño para dar un paseo y me da la oportunidad de leerme a T de una sentada en el sofá, como los gallos de la portada, y no en el autobús. Eso fue ayer, ya lo he dicho. Me burbujean las manos desde entonces.
7La de ayer venía en sobre acolchado desde Barcelona y no es nada fea la letra de Mercé. Además de los cariños, los ánimos, los comentarios a las fotografías del viaje (cosas nuestras que a nadie van a interesar pero las pongo aquí porque me place), además me envía un regalito: casualmente un libro de relatos cortísimos de un escritor que por pura casualidad se apellida T, una portada en verde con dos gallos subidos en un sofá.
El estilo, como ya se me advierte, es seco como la yesca, pero vaya tela con los relatos, lo que se puede hacer con un bolígrafo y un papel y puede que con los hijos ya criados. Vértigo me da pensarlo.
El caso es que a lo que iba: que Juana se lleva al niño para dar un paseo y me da la oportunidad de leerme a T de una sentada en el sofá, como los gallos de la portada, y no en el autobús. Eso fue ayer, ya lo he dicho. Me burbujean las manos desde entonces.
Y hoy el niño nos da la de arena: ha vomitado dos veces, se ha partido el labio contra el suelo, tuvo un escape considerable del pañal con la consiguiente mancha ocre en unos pantalones de estreno y a última hora ha aparecido la fiebre (ayer cogió frío en el paseo) y se ha dormido de puro agotamiento, luego de dos horas largas de llanto (muchísimo más de ciento veinte minutos, echando las cuentas por lo bajo). Por mi parte, tuve un principio de bronca con uno de mis subjefes —son los peores—por la mañana en el trabajo y luego se me pasó otra vez la parada del autobús (no leía, pero ayudado por Diajara asaba a mi subjefe en un perol de aceite fuego muy lento; era muy pequeñito, como liliputiense, no sé estas ideas yo...). Juana ha tenido que acostarse con el niño, sin cenar, con un dolor de cabeza de esos que ella, para animarme quiero creer, llama jaqueca. Un día completo, en resumen.
Así que yo paso de hacerme ahora nada en la cocina y en plan masoquista cojo de una bandeja una chirimoya, una fruta que me revienta por la cantidad de huesos que necesita dentro para construir esa forma suya tan llamativa. He preferido siempre una naranja, un plátano, algo menos complicado. Pues hete aquí mi sorpresa: la corto y me ofrece abundante pulpa blanquísima, deliciosa, y un total —para quedarse pasmado— de siete huesos únicamente. Sólo siete, cuando ayer a una del mismo paquete le conté treinta y ocho, uno detrás de otro, treinta y ocho. Y pienso: con que poquísima materia consistente, sólida, dura, ha construido esta fruta su mundo, su planeta, su oblonga tensión; increíble, siete únicos huesos para hacerse entera su historia, su rotundo argumento, la pucha.
Y con la tontería de ese pensamiento en vilo termino de comerme la chirimoya, me levanto, tomo papel y me pongo a escribir un cuento (pág. 226), yo, que casualmente no me llamo C.Así que yo paso de hacerme ahora nada en la cocina y en plan masoquista cojo de una bandeja una chirimoya, una fruta que me revienta por la cantidad de huesos que necesita dentro para construir esa forma suya tan llamativa. He preferido siempre una naranja, un plátano, algo menos complicado. Pues hete aquí mi sorpresa: la corto y me ofrece abundante pulpa blanquísima, deliciosa, y un total —para quedarse pasmado— de siete huesos únicamente. Sólo siete, cuando ayer a una del mismo paquete le conté treinta y ocho, uno detrás de otro, treinta y ocho. Y pienso: con que poquísima materia consistente, sólida, dura, ha construido esta fruta su mundo, su planeta, su oblonga tensión; increíble, siete únicos huesos para hacerse entera su historia, su rotundo argumento, la pucha.
HIPÓLITO G. NAVARRO, Los últimos percances, Seix Barral, Barcelona, 2005, pp. 345-354.
1 comments:
Gracias por el artículo, despues de leerlo creo que voy a pasar por la biblioteca para leerlo y comprobar lo bueno que parece ser ;).
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