Ya no tienes padre, ni madre, ni memoria. Nadie te ha mentido. No han pasado por ti las largas horas del aburrimiento infantil, ni el rencor, ni la cebada de las vísperas, ni el poder. No ha habido juez, ni mujer que haya amanecido a tu lado oliendo a sueño. No has estado allí, donde creíste sufrir. Esas cosas tuyas que con tanto afán has alimentado y vestido no las reconoces ya, ni esas cosechas. No te ha requerido nadie para ser consolado ni has buscado tú a nadie ya nunca. No percibes la alegría de los cuerpos, ni su tristeza. Ni la enfermedad. Ni la carga. Ni el ansia. Ni los cráneos minúsculos de los pájaros, ni los fluidos. La cucaracha murió al borde del fregadero encogida de veneno en polvo. Murieron las hormigas y el perro. ¿Lo recuerdas? Di. ¿Lo recuerdas? Murió la tarde y la pequeña de los vecinos de una pena redonda en el estómago amarilla y risueña de sedantes, como el amanecer de un teatro, y tu hermano murió, y las manchas de la servilleta murieron y el placer de la arena caliente de la playa y las cerillas murieron también. Ya nunca has estado allí donde se echan al fuego los excrementos olorosos de las vacas, ni has acariciado más nada. Tampoco eso es cierto: ni siquiera has dudado. Aquella tarde no te sentaste en aquella puerta. Aquel sol no era verdad. Aquellos labios no eran verdad. No te has detenido a despedirte, no has buscado arbitrar el frescor del mundo en las manos de otro, no has aprendido, no has admirado, no has visto, no has danzado, no has hablado, no has alabado en ningún templo, no has reído. Recuerda. Ya no tienes padre, ni madre, ni memoria.
jueves, 31 de marzo de 2011
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