De camino a misa, por casualidad,
te vi en un café del bulevar
con tu mujer y su madre.
Llevabas la preciosa cruz de oro
que mi padre me dio cuando era niño.
Después de cada sorbo de su vaso,
tu mujer se recogía el flequillo tras las orejas
y volvía a cruzar sus blancas piernas de porcelana.
Yo dejé que volvieras con ella,
guardé las cartas en una caja.
Riendo por algo que se dijo,
alzaste el brazo con el mismo gesto
que la noche en que nos conocimos en el parque,
cuando nos escupió la mujer del terrier.
¿Recuerdas que la hierba húmeda, sin olor
en la que nos sentamos, brillaba
como el lomo de un animal?
En cierto momento la madre de tu mujer
extendió su mano de forma apasionada
y te limpió algo del suéter,
como si el pelo de aquel animal
fuera lo que hubiese visto
y con su mano quisiera decirnos
que no te dejarían escapar nuevamente.
HENRI COLE, La apariencia de las cosas. Antología poética, Quálea, Torrelavega, 2008, página 23.
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