SUPERVIVENCIA
Le han recomendado tantas veces que busque las respuestas dentro de sí mismo que, un día, organiza una expedición. Equipado con un casco de espeleólogo, un machete, un piolet y cuerdas de alpinista, inicia la travesía. El primer paso es el más difícil. Tiene que concentrarse mucho para encontrar la rendija adecuada y, a presión, meterse dentro de su propia piel. El tránsito del exterior al interior le hace sudar y maldecir pero, con la ayuda de una maniobra de contorsionista y el ímpetu artificial que le proporcionan los antidepresivos, lo consigue (admirado por la eficacia del machete a la hora de abrirse paso y eliminar resistencias). El espacio que lo acoge no tiene nada que ver con el que había imaginado. Le habían hablado de un territorio casi ilimitado y, por si acaso, llevaba consigo un kit de supervivencia. Ahora, en cambio, mueve la cabeza para iluminar un espacio cerrado, oscuro, en forma de armario. Gracias a la disciplina aprendida en multitud de terapias, evita sacar conclusiones. Sabe que no le conviene precipitarse y se agarra a la posibilidad de encontrar, más allá de esta claustrofobia inicial, otros espacios. Para poder moverse con más facilidad, descarga la mochila y las cuerdas. Comprueba la consistencia de los límites que le rodean con la punta del piolet: toc, toc. Lo que ve —capas superpuestas de penumbra rodeando siluetas de estantes vacíos y de perchas sin ropa— no lo tranquiliza. Si éste es el armario en el que debía encontrar respuestas, piensa, mal asunto. Como siempre que se angustia, le entra hambre. Saca de la mochila dos barras proteínicas y las devora con la avidez de un náufrago. Lo que le pasa por la cabeza le satisface tan poco como lo que ve. No sabe qué esperaba encontrar pero la expectativa que le ha traído hasta aquí no incluía un mueble vacío. No necesita esforzarse para reconocer los síntomas de la decepción. Siente la tentación de disparar una bengala, a ver si, más allá del techo, hay algo aparte de este espacio, que, además, le parece que se está estrechando. Sólo es una impresión pero le basta para entender que, pese a que recuerda haber venido a buscar respuestas, ya no sabe a qué preguntas correspondían. Cuando, con asepsia o paternalismo, le hablaban del concepto «dentro de ti», nunca imaginó un espacio como éste. Ahora se da cuenta del error de haber creído que todo sería amplio, extenso, inabarcable. Que todo haya resultado tan oscuro e irrelevante quizá sea, especula, una respuesta. Si cuando inició este viaje no estaba dispuesto a admitir según qué cosas, ahora tampoco. Por eso, impulsado por el efecto proteínico de las barritas, se levanta y empieza a golpear violentamente el fondo del armario. Además de rabia, el impacto del piolet le transmite motivaciones más íntimas. Lentamente, consigue abrir un boquete y, al otro lado, entrevé el mundo de siempre. Animado, sigue golpeando. El furor recaudatorio de los policías poniendo multas le produce cierta ternura y el mar, colapsado por surfistas y motos acuáticas, le transmite una vitalidad tan reconfortante como el olor mezcla de sal, sardinas carbonizadas y crema de protección solar. Cuando consigue que el boquete sea lo bastante grande para salir de sí mismo, sin preocuparse de la mochila, las cuerdas, el machete, el piolet y las preguntas sin respuestas que deja atrás.
SERGI PÀMIES, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 85-87.
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