El astronauta, que por mera coincidencia se llamaba Adán, sintió a mucha distancia de la Tierra que él mismo parecía haberse convertido en la propia máquina que lo contenía. Tenía hambre y miró hacia atrás. Allí estaba la Tierra del tamaño de una manzana. Alargó la mano, se la llevó a la boca y de unos cuantos mordiscos acabó con ella.
JUAN PEDRO APARICIO, El juego del diábolo, Páginas de Espuma, Madrid, 2008.
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