¿Qué es un profesor? Alguien que tiene que hablar una hora, según explica en alguna parte un poeta americano. Y todo se deduce de esta simple definición. Soseki enseña a su pesar: es aquel hombre, de pie ante la soledad triste de la tarima y la pizarra, que habla solo. Suena el timbre. Día tras día, hora tras hora y año tras año, se enfrenta a colegiales que lo miran fijamente y que, en el relativo silencio de la clase, fingen escucharlo de vez en cuando. Es el hombre al que se paga por sus palabras y cuyo discurso se espesa hasta tomar la forma inmaterial de algo absurdo y molesto, a base de frases repetidas cien veces que contienen la huella fósil de un saber inútil. Soseki dicta listas de vocabulario, ejercicios de gramática, pide abrir el manual de lengua y literatura por tal o cual página, y luego lee en voz alta, muy atento a su pronunciación por respeto al soneto de Shakespeare o a la balada de Byron cuyas sílabas resuenan ininteligibles en el decorado de un instituto de provincias. Y mientras su discurso sigue sin pausa el recorrido habitual, su pensamiento se desliza hacia otros lugares, se adhiere a los más insignificantes dibujos del mundo, a los rectangulares listones de madera barnizados del suelo, al arco que une la pared y el techo, a las formas pasajeras de las nubes a través del marco de la ventana, abierta al azul del cielo meridional. En París hay un profesor de inglés que se le parece, y que algunos años antes se llamaba Stéphane Mallarmé.
No hay razón para pensar que Soseki haya sido un mal profesor. Todo lo contrario. Simplemente enseña sin creer en absoluto en lo que hace, en las virtudes de la educación, en los méritos de la pedagogía y demás tonterías. Lo invade un gran vacío, al que por otra parte no otorga ningún significado. Soseki se refiere a la época en la que se hizo profesor mediante una fórmula extraña. Dice: “No quería ni enseñar ni dejar de enseñar”. Son casi las mismas palabras que presta al protagonista de su novela más popular, el joven e ingenuo Botchan, cuando acepta una oferta de empleo, parecida a la que conduce a Soseki a Matsuyama, y declara que, como no sentía ningún deseo de ser alguien en la vida, podía hacer cualquier cosa y en cualquier lugar.
PHILLIP FOREST, Sarinagara, Sajalín, Barcelona, 2009, pp. 121-122.
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