sábado, 4 de octubre de 2014

LA PAREJA, José Cereijo

LA PAREJA

    Ella pensaba que estaba enamorada de él; las mujeres siem­pre tienen más habilidad para esquivar las preguntas inútiles. Él pensaba que tal vez pudiera llegar a enamorarse de ella; o más bien llegar, a través de ella, a conocer el amor, que veía como una experiencia necesaria, y seguramente memorable, y que seguramente merecía serlo. Al mismo tiempo, por debajo de esas aspiraciones no del todo convergentes, estaba en ambos la sospecha de que el amor no existe, de que es sólo un buen tema para la literatura de ficción, y tal vez también para la parte, deci­siva, de ficción que toda vida incluye. De modo que, cuando se acostaban juntos, eran en realidad al menos cuatro las personas que entraban en los brazos los unos de los otros, tejiendo una relación sugestiva y compleja, capaz de hacerse desear y de crear nostalgia por sí sola. A medida que iban conociéndose, eran más las personas que se incorporaban a ese juego y lo enriquecían con caminos nuevos; cada hallazgo (o encrucijada) conducía a una expectativa (o ruta) diferente, y cada expectativa a un nuevo hallazgo, de modo que pronto las sábanas cobijaron a un peque­ño pueblo, monótono a veces —como todos lo son—, pero tam­bién, por dentro, ilimitado, poblado tanto de seres reales como de fantasmas, y capaz de hacerse amar para quien, como ellos, poseyera las claves de la vida allí, y las hubiera convertido en partes de la propia. No todos se amaban los unos a los otros, o lo creían, o lo intentaban siquiera; pero en todos estaba la con­ciencia de pertenecer a una comunidad a la vez elegida y fatal, y de la que todos —incluso los espectadores escépticos o neutrales, incluso los espectros— se sentían patriotas. Llegó un momento en que ser expulsado de ella hubiera representado una tragedia, y en que a todos esos lazos se sumó el del temor, confundiéndolos y haciéndolos ya demasiado difíciles y dolorosos de romper. La gente, al verlos, se decía que aquella pareja, que llevaba junta tanto tiempo, que había envejecido junta, y que tal vez ni siquiera lo sabía, era un raro caso de amor ejemplar, envidiable y feliz. Indudablemente, tenían razón.


JOSÉ CEREIJO, Apariencias, Renacimiento, Sevilla, 2005, pp. 89-90.
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Anne Magill