miércoles, 14 de noviembre de 2012

MEDUSA II, Ricardo Menéndez Salmón


   Conocí el sexo a los trece años, un mediodía de agosto, en las mismas playas en las que transcurrió mi infancia. Un lugar simbólico, sin duda. En mi casa nunca se había abordado con honestidad el tema, aunque soy consciente de que, durante un tiempo, mi hermano y yo  convivimos con la pasión sexual de mi madre por Müller, algo así como la resurrección de una vieja llama, largo tiempo apagada. Quiero decir que nuestra casa era pequeña. Y que ciertos ruidos no se podían evitar. Aparte de eso, a mi padre no le dio tiempo a ejercer ningún magisterio al respecto, y mi madre, como educadora, satisfizo la mojigatería y la decencia que se le suponían. Resultado: un silencio blanco y deslumbrante. Y aunque algunos de mis compañeros en la escuela hablaban de ello sin tapujos, mencionando a sus padres, a sus hermanos mayores e incluso, en algún caso, a sí mismos, lo cierto es que cuando tuve mi iniciación sexual yo era algo así como una página sobre la que nada estaba escrito.
   Ella era sueca. Había muchos suecos entonces en Alemania, dedicados a la pesca del arenque. Se llamaba Filipa y era muy bella. Incluso para un muchacho de trece años que nunca había visto una mujer desnuda. Yo la había conocido a principios del verano, y todo había resultado tan natural como respirar. De hecho, después me costó asumir que el sexo no fuera tan sencillo como Filipa me dio a entender. Ella ha sido la única mujer con la que el sexo no parecía un derecho ni un deber, sino sencillamente un suceso. Sé que es paradójico decir esto de una relación entre dos personas de trece años, pero cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma.
   En mi recuerdo, Filipa ha conservado siempre esa edad. Nunca he sabido qué fue de ella, si sobrevivió a la guerra y a la pesca del arenque. Pero ella me enseñó esa verdad que a menudo nos obstinamos en ignorar: que a menudo son las personas que pasan, y no las que permanecen, las que juegan un papel decisivo en nuestras vidas.
   ¿Por qué? Precisamente porque la vida no las gastó, porque su memoria, para lo bueno o para lo malo, permanece a salvo del paso del tiempo, que todo lo ensucia.

  RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, Medusa, Seix Barral, 2012, pp. 35-36.