CIEN POR CIEN
Le toco las manos, la cara, el vello de abajo, la blusa. Le digo:
—Roni, por favor, hazlo por mí, quítatela.
Pero ella no accede. Así que desisto, lo volvemos a hacer, nos tocamos, completamente desnudos, casi. La tela de su camisa —la etiqueta dice cien por cien algodón— tendría que resultar agradable, pero pica. Nada es cien por cien perfecto, eso es lo que ella siempre dice, sólo el noventa y nueve coma nueve por ciento, y gracias. ¡Toquemos madera tres veces, además, para que así sea! Odio esa tela. Me pica en la cara, no me deja sentir la calidez del cuerpo de ella ni apreciar si también está sudando. De manera que le vuelvo a decir:
—Roni, por favor —y mi voz resuena opaca, como el que se muerde con la boca cerrada—, que me voy a correr, por favor, quítatela.
Pero ella sigue en sus trece. Que no se la quita.
Esto es una locura. Llevamos ya medio año juntos y todavía no la he visto desnuda. Medio año llevan diciéndome mis amigos que no merece la pena que salga con ella. Medio año que vivimos en el mismo piso y ellos siguen empeñándose en volverme a contar todo tipo de chismes que ya nos sabemos de memoria. Como que porque odiaba el cuerpo que tenía se había intentado cortar los pechos frente al espejo con un cuchillo de cocina. También que la habían tenido que hospitalizar en más de una ocasión. Me cuentan esas historias como si ella fuera una extraña mientras se están tomando nuestro café en nuestras tazas. Me dicen que no me líe con ella, cuando nosotros ya nos amamos con locura. Podría matarlos por eso, pero no les digo nada, como mucho les pido que se callen y los odio en silencio. ¿Qué me van a contar ellos que yo ya no sepa? ¿Qué van a poderme decir de ella que me lleve a amarla ni una pizca menos de lo que lo hago?
Intento explicárselo a Roni. Que no importa, que lo que hay entre nosotros es tan fuerte que no existe nada que lo pueda estropear, y después, tal y como ella me pide, toco madera tres veces. Que ya lo sé, que me lo han contado, que sé con lo que me voy a encontrar, pero que no me importa.
Que no me importa en absoluto. Pero de nada me vale, no hay nada que sirva con ella. Sigue empeñándose. Lo más lejos que hemos llegado nunca fue después de tomarnos una botella de Ben-Amí en Nochevieja, y tampoco entonces fuimos más allá del primer botón.
Después de que le han entregado el resultado de la prueba de embarazo telefonea a una amiga suya que una vez lo hizo, para enterarse de los pasos que hay que seguir. No quiere abortar, puedo notarlo. Tampoco yo quiero abortar. Se lo digo. Me hinco de rodillas en una postura teatral y le pido que nos casemos:
—Vida mía, chatita —le digo con la voz más a lo Zeev Revah que me sale—. Anda, alégrame el día, alégrame el mes, alégrame el decenio.
Ella se ríe, pero dice que no. Me pregunta que si se lo pido por el embarazo, aunque muy bien sabe que no es por eso. Pasados cinco minutos dice que de acuerdo, pero con la condición de que si tenemos un niño le pondremos Yotam. Lo pactamos con un apretón de manos. Intento levantarme, pero se me han dormido las piernas. Roni, ojos de mi corazón, alma mía, me faltan las palabras con las piernas paralizadas. Ahora si que me has alegrado el siglo.
Esa noche nos metemos en la cama. Nos besamos. Nos desnudamos. Sólo la camisa sigue ahí. Me aparta a un lado. Se desabrocha un botón. Y otro, despacito, como en una sesión de striptease, manteniendo los bordes cerrados con una mano mientras desabrocha los botones con la otra. Una vez recorridos todos, me mira, me mira profundamente a los ojos; yo ahora respiro pesadamente y ella deja que la camisa se abra. Y entonces lo veo, veo lo que hay bajo ella. Nada podrá destruir lo que hay entre nosotros, nada, eso es lo que yo siempre decía, Dios mío, cómo he podido ser tan tonto.
—Roni, por favor, hazlo por mí, quítatela.
Pero ella no accede. Así que desisto, lo volvemos a hacer, nos tocamos, completamente desnudos, casi. La tela de su camisa —la etiqueta dice cien por cien algodón— tendría que resultar agradable, pero pica. Nada es cien por cien perfecto, eso es lo que ella siempre dice, sólo el noventa y nueve coma nueve por ciento, y gracias. ¡Toquemos madera tres veces, además, para que así sea! Odio esa tela. Me pica en la cara, no me deja sentir la calidez del cuerpo de ella ni apreciar si también está sudando. De manera que le vuelvo a decir:
—Roni, por favor —y mi voz resuena opaca, como el que se muerde con la boca cerrada—, que me voy a correr, por favor, quítatela.
Pero ella sigue en sus trece. Que no se la quita.
Esto es una locura. Llevamos ya medio año juntos y todavía no la he visto desnuda. Medio año llevan diciéndome mis amigos que no merece la pena que salga con ella. Medio año que vivimos en el mismo piso y ellos siguen empeñándose en volverme a contar todo tipo de chismes que ya nos sabemos de memoria. Como que porque odiaba el cuerpo que tenía se había intentado cortar los pechos frente al espejo con un cuchillo de cocina. También que la habían tenido que hospitalizar en más de una ocasión. Me cuentan esas historias como si ella fuera una extraña mientras se están tomando nuestro café en nuestras tazas. Me dicen que no me líe con ella, cuando nosotros ya nos amamos con locura. Podría matarlos por eso, pero no les digo nada, como mucho les pido que se callen y los odio en silencio. ¿Qué me van a contar ellos que yo ya no sepa? ¿Qué van a poderme decir de ella que me lleve a amarla ni una pizca menos de lo que lo hago?
Intento explicárselo a Roni. Que no importa, que lo que hay entre nosotros es tan fuerte que no existe nada que lo pueda estropear, y después, tal y como ella me pide, toco madera tres veces. Que ya lo sé, que me lo han contado, que sé con lo que me voy a encontrar, pero que no me importa.
Que no me importa en absoluto. Pero de nada me vale, no hay nada que sirva con ella. Sigue empeñándose. Lo más lejos que hemos llegado nunca fue después de tomarnos una botella de Ben-Amí en Nochevieja, y tampoco entonces fuimos más allá del primer botón.
Después de que le han entregado el resultado de la prueba de embarazo telefonea a una amiga suya que una vez lo hizo, para enterarse de los pasos que hay que seguir. No quiere abortar, puedo notarlo. Tampoco yo quiero abortar. Se lo digo. Me hinco de rodillas en una postura teatral y le pido que nos casemos:
—Vida mía, chatita —le digo con la voz más a lo Zeev Revah que me sale—. Anda, alégrame el día, alégrame el mes, alégrame el decenio.
Ella se ríe, pero dice que no. Me pregunta que si se lo pido por el embarazo, aunque muy bien sabe que no es por eso. Pasados cinco minutos dice que de acuerdo, pero con la condición de que si tenemos un niño le pondremos Yotam. Lo pactamos con un apretón de manos. Intento levantarme, pero se me han dormido las piernas. Roni, ojos de mi corazón, alma mía, me faltan las palabras con las piernas paralizadas. Ahora si que me has alegrado el siglo.
Esa noche nos metemos en la cama. Nos besamos. Nos desnudamos. Sólo la camisa sigue ahí. Me aparta a un lado. Se desabrocha un botón. Y otro, despacito, como en una sesión de striptease, manteniendo los bordes cerrados con una mano mientras desabrocha los botones con la otra. Una vez recorridos todos, me mira, me mira profundamente a los ojos; yo ahora respiro pesadamente y ella deja que la camisa se abra. Y entonces lo veo, veo lo que hay bajo ella. Nada podrá destruir lo que hay entre nosotros, nada, eso es lo que yo siempre decía, Dios mío, cómo he podido ser tan tonto.
ETGAR KERET, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006, pp. 133-135.
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