Es el primero de mis deberes escolares: construir un golem, un muñeco de mí que demuela mi identidad y le dé sello al aplicado trabajo que mi mujer emprendió con tanta perseverancia. Hacerme pedazos, fulminar cada vínculo, orfanarme, desumbilicarme. Por ejemplo: dejar toda
mi ropa en la puerta de un convento como un bebé malquerido; vestir insalubre y sin armonía como un perturbado; exhibirme en una cafetería a la hora del desayuno, dar miedo, pedir el menú más caro. Convertirme en un desposeído. Volverme del revés.
Segunda estrellita del índice: no actuar, es decir, no urbanizar ninguna nueva identidad sobre el gran solar de nadademí. Ser severo, inflexible conmigo. No reflexionar. No mirar hacia dentro. No meditar, no regir, no tomar decisiones. Responder a cada acción con inacción, mugir cuando me hablen, lamer la mano que me acaricie, ser buey lemosín, fábrica portátil de salchichas y manteca. No pensar dos veces lo mismo, no acumular preferencias ni afectos, no afirmar, no tener convicciones. Qué buenos propósitos de año nuevo.
Diciembre de 1989. Tengo once años. La profesora dice abrid los cuadernos y escribid una redacción en subjuntivo con vuestros deseos para el año nuevo.
Desobedezco. Escribo sin levantar la cabeza: tres páginas llenas de indicativos donde cuento con detalle todos mis recuerdos del mes pasado. El mes pasado murió mi padre. El año nuevo me importa un carajo.
En el aula de dibujo hacemos monigotes con cuadrículas. La técnica del monigote con cuadrículas consiste en dividir la figura en casillas y copiar a pulso cada parte sin observar el conjunto. Como si fuéramos moscas. Es imposible pero nos aplicamos (somos buenos chicos), nos aplicamos y lo hacemos, fingimos que lo hacemos. Nos sale bien. Algunos confunden A3 con B5 e intercambian la nariz y la boca del monigote; no lo saben, pero son la vanguardia cubista de la clase y por eso se ríen y se resisten a empezar de nuevo. En mi bloc, el ratoncito de la derecha es igual al de la izquierda, y eso me hace feliz a mí, hace feliz al profesor y hace muy infeliz a Nuria Figueroa, que es incapaz de sujetar el carboncillo sin mancharlo todo. De pronto, alguien llama a la puerta, que tiene vidrieras de colores. Es la profesora de lengua. Veo su peinado detrás de las vidrieras. Dice mi nombre, sin apellidos. Suena raro sin apellidos, tan cordial. Me pide que me levante, cruce todo el pasillo del aula y la acompañe. Es horrible. Horrible.
Me lleva a la biblioteca. Se sienta frente a mí. De una carpeta azul saca mi redacción. La deja encima de la mesa.
Estoy a punto de echarme a llorar.
Pero no. Es ella quien se acerca, me abraza y llora sobre mi cabeza, sin consuelo. Cada lágrima arrasa un pequeño territorio de maquillaje que se deposita, después, en mis cejas, mi nariz, el cuello de mi camisa.
Pasa mucho, mucho tiempo.
Mi camisa se llena de residuos; su cara, de surcos.
Me digo por dentro y bien fuerte que no volveré a escribir.
mi ropa en la puerta de un convento como un bebé malquerido; vestir insalubre y sin armonía como un perturbado; exhibirme en una cafetería a la hora del desayuno, dar miedo, pedir el menú más caro. Convertirme en un desposeído. Volverme del revés.
Segunda estrellita del índice: no actuar, es decir, no urbanizar ninguna nueva identidad sobre el gran solar de nadademí. Ser severo, inflexible conmigo. No reflexionar. No mirar hacia dentro. No meditar, no regir, no tomar decisiones. Responder a cada acción con inacción, mugir cuando me hablen, lamer la mano que me acaricie, ser buey lemosín, fábrica portátil de salchichas y manteca. No pensar dos veces lo mismo, no acumular preferencias ni afectos, no afirmar, no tener convicciones. Qué buenos propósitos de año nuevo.
Diciembre de 1989. Tengo once años. La profesora dice abrid los cuadernos y escribid una redacción en subjuntivo con vuestros deseos para el año nuevo.
Desobedezco. Escribo sin levantar la cabeza: tres páginas llenas de indicativos donde cuento con detalle todos mis recuerdos del mes pasado. El mes pasado murió mi padre. El año nuevo me importa un carajo.
En el aula de dibujo hacemos monigotes con cuadrículas. La técnica del monigote con cuadrículas consiste en dividir la figura en casillas y copiar a pulso cada parte sin observar el conjunto. Como si fuéramos moscas. Es imposible pero nos aplicamos (somos buenos chicos), nos aplicamos y lo hacemos, fingimos que lo hacemos. Nos sale bien. Algunos confunden A3 con B5 e intercambian la nariz y la boca del monigote; no lo saben, pero son la vanguardia cubista de la clase y por eso se ríen y se resisten a empezar de nuevo. En mi bloc, el ratoncito de la derecha es igual al de la izquierda, y eso me hace feliz a mí, hace feliz al profesor y hace muy infeliz a Nuria Figueroa, que es incapaz de sujetar el carboncillo sin mancharlo todo. De pronto, alguien llama a la puerta, que tiene vidrieras de colores. Es la profesora de lengua. Veo su peinado detrás de las vidrieras. Dice mi nombre, sin apellidos. Suena raro sin apellidos, tan cordial. Me pide que me levante, cruce todo el pasillo del aula y la acompañe. Es horrible. Horrible.
Me lleva a la biblioteca. Se sienta frente a mí. De una carpeta azul saca mi redacción. La deja encima de la mesa.
Estoy a punto de echarme a llorar.
Pero no. Es ella quien se acerca, me abraza y llora sobre mi cabeza, sin consuelo. Cada lágrima arrasa un pequeño territorio de maquillaje que se deposita, después, en mis cejas, mi nariz, el cuello de mi camisa.
Pasa mucho, mucho tiempo.
Mi camisa se llena de residuos; su cara, de surcos.
Me digo por dentro y bien fuerte que no volveré a escribir.
PABLO GUITIÉRREZ, Rosas, restos de alas, La Fábrica, Madrid, 2008, pp. 16-18.
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