HABÍA UNA MUJER QUE TENÍA TANTOS NIÑOS QUE NO SABÍA QUÉ HACER
Los niños de Rosa Vargas son demasiados, una pasada. Bueno, no es culpa suya, lo que ocurre es que ella es su madre y es una contra muchos.
Son malos, los Vargas, y cómo no lo van a ser si sólo tienen una madre que está siempre cansada de abrocharles los botones y darles el biberón y acunarlos y que cada día, llora por el hombre que se largó sin dejar ni un dolar para salchichón ni una nota explicando por qué.
Estos niños se cargan los árboles y saltan entre los coches y se cuelgan cabeza abajo por las rodillas y siempre están a punto de romperse como esos jarrones de los museos que no se pueden reponer. Les parece divertido. No respetan bicho viviente, ni siquiera a sí mismos.
Pero con el tiempo te hartas de preocuparte por unas criaturas que ni siquiera son tuyas. Un día juegan a hacer el pollo en el techo del señor Benny. El señor Benny les dice: Niños, ¿no tenéis nada mejor que hacer que pasear por ahí arriba? Bajad, bajad ahora mismo. Y ellos se limitan a escupir.
¿Lo ves? A eso me refiero. No me extraña que todo el mundo se haya hartado. Ni siquiera miramos cuando el pequeño Efren se partió el diente contra un parquímetro, y nadie, intentó evitar que Refugia metiera la cabeza entre dos tablones de la puerta trasera y se quedara allí atrapada, ni nadie levantó la mirada el día que Ángel Vargas aprendía a volar y cayó del cielo como un buñuelo, como una estrella fugaz, y estalló al llegar a tierra sin ni siquiera un «Oh».
SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 47-48.
Ilustración: Skizze
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