Érase una familia. Eran todos pequeños. Tenían los brazos cortos, las manos pequeñas, ninguno era alto y tenían los pies muy canijos.
El abuelo dormía en el sofá del cuarto de estar y roncaba entre dientes. Tenía los pies regordetes e hinchados como tamales y se los empolvaba y los embutía en calcetines blancos y zapatos marrones de piel.
Los pies de la abuela eran adorables, como perlas rosadas, y llevaba zapatos de terciopelo de tacón alto que la hacían caminar como un tentetieso, pero nunca se los quitaba porque eran preciosos.
SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, p. 61.
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