viernes, 30 de noviembre de 2012

[JUGAR ES...], Peter Handke




"Jugar es (para los monos a la puesta de sol) retrasar la hora en la que llega el miedo"

PETER HANDKE, Fantasías de la repetición, Las Tres Sorores, Zaragoza, 2000, p. 34.

jueves, 29 de noviembre de 2012

[CIERRO LOS OJOS...], Juan Gelman



XI

   Cierro los ojos bajo el solcito romano. Pasás por Roma, sol, y dentro de unas horas pasarás por lo que fue mi casa, no llevándome sino iluminando sitios donde falto, que reclamo, que reclaman por mí.
   Los vas a calentar de todos modos, exactamente cuando de frío temblaré.

11-5-80

miércoles, 28 de noviembre de 2012

PASOS CONTADOS, Pere Calders


PASOS CONTADOS

   Desde la curva, pregunté dónde comenzaba aquel camino y unos cazadores me explicaron que exactamente allí donde se recortaba la silueta del sauce encima del horizonte. Caminé hasta desollarme los pies y, al llegar al sauce, un hombre clavado en el suelo me dijo que aquello no era ningún comienzo, sino uno de los finales. Al descubrir mi mirada de estupor -y quién sabe si de espanto-, el hombre clavado en el suelo me recomendó que no hiciera aspavientos y que me buscara un agujero protegido y a mi medida antes de que se pusiera el sol. "Luego —añadió- todo son prisas."

PERE CALDERS, Ruleta rusa y otros cuentos, Anagrama, Barcelona, 1984, página 288.

Ilustración: Helena Arregui López

martes, 27 de noviembre de 2012

EFECTOS SECUNDARIOS, David González



EFECTOS SECUNDARIOS

   Está sentado junto a mí el tío este —ahora mismo no me acuerdo cómo se llama— que para poder colocarse necesita tomar, como poco, tres botes de jarabe para la tos. Jarabe con codeína. Histaverín.
   Estamos sentados en el respaldo de uno de los bancos de madera del parque del Ambulatorio.
   Me habla de la priva. Le digo que yo conozco una especie de vino dulce, muy parecido al jerez, que, además de costar muy barato (una gamba el litro), te pone muy bien, te deja muy a gusto, muy chachi.
   La mistela.
   —¿Cómo dices que se llama? —me pregunta.
   —Mistela.
   —¿Mistela?
   —Sí. Eso mismo. Mistela.
   —¿No tendrás un bolígrafo por ahí, eh?
   —¿Que quieres apuntarlo?
   —Pues entonces vete hasta el kiosco y apúntalo allí.
   El kiosco está justo detrás de nosotros, a unos ocho o diez metros más o menos.
   —Mistela, ¿no?
   —Yes.
   A mitad de camino, el tío al que le salen manchas verdes en la piel, se para, se gira, vuelve sobre sus pasos y me dice:
   —Tío, ¿cómo era el nombre?
   —Mistela.
   —¡Eso, joder! ¡Mistela! Se me había olvidado.
   Esta vez sí. Lo consigue. El tío que caga una mierda dura y verdosa una vez cada quince días, consigue llegar al kiosco antes de que se le olvide el nombre. Le pide a la quiosquera un cacho de papel y un lápiz o un bolígrafo, y entonces, cuando ya va a escribir el nombre sobre la superficie del papel, se queda en blanco, se echa las manos a la cabeza, da la vuelta y se acerca corriendo.
   —Mis, ¿qué?
   —Mistela. MIS TE LA. ¿Te acordarás?
   —Sí, creo que sí.
   Pero no. Llegar al kiosco y borrársele el nombre de la memoria es todo uno.
   —¿Cómo era, tío? ¿Cómo era? ¿Mismela? ¿Miscela? ¿Misquela?
   —Déjalo, anda. Quédate aquí. Ya voy yo, pringao.
        
        
DAVID GONZÁLEZ, Ley de vida, DVD, Barcelona, 1998, pp. 28-29.

lunes, 26 de noviembre de 2012

[LOS RASCACIELOS NOS PISAN...], Pedro Casariego Córdoba

Los rascacielos nos pisan.
La luz no es recta.
Las puertas bailan mejor que nosotros.


PEDRO CASARIEGO CÓRDOBA, La vida puede ser una lata, Árdora, Madrid, 1994, p. 67.

domingo, 25 de noviembre de 2012

UN DESNUDO DE RUBENS, Miguel Sawa



UN DESNUDO DE RUBENS
        
   El loco había sacado la cabeza por entre los barrotes de la ventana —una cabeza espantable, de cabellos erizados, que se movía incesante con movimientos nerviosos— y me llamaba con gritos de desesperación.
   ¡Caballero! ¡Si quisiera usted hacerme el favor de oírme unos momentos!... Tengo que revelarle un secreto importantísimo... Escúcheme usted por lo que más quiera en el mundo... Sólo unos momentos... Acérquese usted sin miedo... Yo no hago mal a nadie... Yo soy un pobre loco inofensivo...
   E interrumpiéndose y clavando en mí sus ojos de fiebre:
   —Mire usted, caballero, no quiero engañarle. Yo no sé decirle a usted en verdad si estoy loco o estoy cuerdo. ¿La razón es el don de pensar que Dios ha dado a los hombres para diferenciarlos de los animales? Pues entonces, a pesar de lo que digan los médicos, puedo asegurarle a usted que estoy en el pleno dominio de mis facultades mentales. ¡Qué más quisiera yo que mi cerebro hubiese dejado de funcionar regularmente! ¡Qué más quisiera yo que verme libre del tormento de pensar!
   Y después de una pausa:
   —Creo que vivimos equivocados. ¿Por qué considerar la inteligencia —¡oh vanidad humana!— como un privilegio, como una gracia suprema? ¡Cuánto más felices que nosotros los animales, libres del dolor del pensamiento! Todos los males del hombre tienen su origen en el cerebro. Yo he pedido al médico que me amputase el mío, como si fuera un tumor, pero no ha querido hacerme caso. ¡Los médicos son tan imbéciles! Créame usted, yo sería feliz si no pensara, si no recordara que...
   Y girando cada vez más descompasadamente, más frenéticamente la cabeza, siguió diciéndome:
   —¡Que no se entere nadie, que nadie escuche lo que voy a decirle!... ¡Me va en ello la vida! Caballero, soy un miserable: ¡he matado a mi mujer!
   Y tapándose la cara con las manos como si se sintiera horrorizado de sí mismo:
   —¡Sí; soy un miserable! ¡No merezco perdón de Dios ni de los hombres! Pero no se marche usted... Tengo que contarle la historia... Toda la historia... No crea usted que soy un asesino vulgar... Cuando usted sepa...
   Sus ojos se llenaron de lágrimas:
   —Yo puedo decir como Otelo: «mi cólera es como la de Dios, que destruye los objetos que más ama.»
   Hizo una pausa, y después, algo más sereno, aunque siempre moviendo la cabeza vertiginosamente, continuó:
   —Pues verá usted: yo estaba muy enamorado de mi mujer. ¿Cómo no sentir el amor ante aquel prodigio de la Naturaleza? Dios al darla vida dijo: «Ahí va mi obra maestra.» No puedo describir con palabras su belleza porque no las hay que den idea de lo que era aquel portento de encantos y de gracias. Ya le digo. a usted: la obra maestra del Gran Artífice.
   La voz del loco se hizo musical; al hablar parecía que cantaba.
   —Puedo asegurarle a usted —continuó— que la felicidad no es una mentira. Yo he sido feliz como no lo ha sido nadie en el mundo. El hombre que ha poseído a la mujer amada no tiene derecho a negar la felicidad.
   Hizo otra pausa; ahora su voz se tomó bronca y al hablar parecía que lloraba.
   —Verá usted cómo ocurrió mi desgracia. Paseábamos nuestro idilio por la hermosa Italia. Ya habíamos visitado Roma, Nápoles, Venecia, Milán... Y llegamos a Florencia. Pues bien: una tarde fuimos al Museo Dei Office y al entrar en la sala destinada a Rubens... ¡Oh, en aquellos momentos sí que puedo asegurarle a usted que me volví loco! Porque imagínese usted cuál sería mi sorpresa y mi espanto y mi indignación al ver que uno de aquellos lienzos representaba a una mujer desnuda, y que aquella mujer era una copia exacta de la mía, lo que se dice una copia exacta.
   Sí; aquella era su cara, ¡su misma cara!, y aquel era su cuerpo, ¡su mismo cuerpo!... Era ella, ¡toda ella! Sus ojos, su nariz, su boca, su cuello, su seno, sus piernas... ¡era ella, toda entera!
   ¡Rubens había visto a mi mujer desnuda! Otros ojos, antes que los míos, habían gozado de la contemplación de aquel cuerpo que yo creía sagrado. ¿Pero era esto posible?
   Ya le he dicho a usted que en aquellos momentos estaba completamente loco. Saqué el revólver y disparé primero sobre mi mujer y luego sobre el lienzo revelador de mi deshonra. Unos hombres me detuvieron y me llevaron no se a dónde y luego me trajeron aquí.
   Ahogado por los sollozos dejó de hablar; luego, ya sin preocuparse de mí, monologó:
   —¡Pero Rubens nació hace mucho tiempo y no pudo conocer a mi mujer! ¿Cuántos años hace que nació Rubens? ¡Doscientos, trescientos años! ¡No! ¡No pudo conocerla! Pero la adivinó y he hecho bien en matarla. ¡La adivinó!
   Y llorando y riendo a un mismo tiempo:
   —¡Sí, he hecho bien en matarla!


MIGUEL SAWA, Historias de locos, Domenech, Barcelona, 1910, pp. 113-120.

[MARC ESTUDIA...], Agustín Fernández Mallo


   Marc estudia con detenimiento el libro que tiene delante, Guía agrícola Philips 1968; la encontró entre los trastos viejos de su padre y se la quedó. Observa de reojo la azotea a través de la puerta de su caseta. Vive ahí. Un tinglado, situado en lo alto de un edificio de 8 plantas, que ha ido construyendo con diferentes hojas de latas, bidones, trozos de cartones petroleados y fragmentos de uralitas. Todo ensamblado de tal modo que las 4 paredes configuran un mosaico de palabras e iconos cuarteados de aceite La Giralda, lubricantes Repsol, Beba Pepsi o sanitarios Roca. A veces los mira, y entre todo ese hermanamiento de marcas comerciales intenta descubrir mapas, recorridos, señales latentes de otros territorios artificiales. En la azotea, que ningún vecino ya frecuenta, hay una serie de alambres que van de lado a lado en los que en vez de ropa colgada hay hojas escritas, a mano y por una sola cara, con fórmulas matemáticas; cada una sujeta de una pinza. Cuando sopla el viento [siempre sopla] y se mira de frente el conjunto de hojas, éstas forman una especie de mar de tinta teórico y convulso. Si se ven desde atrás, las caras en blanco de las DIN-A4 parecen la más exacta simbología de un desierto. Las ve aletear y piensa, Es fascinante mi teoría. Cierra la Guía agrícola Philips 1968, la deja sobre la mesa, sale y descuelga unas cuantas hojas de los cables número 1, 4 y 7. Antes de volver a entrar se acoda en la barandilla y piensa en el Mundial que nunca hemos ganado, en que lo más plano que existe sobre la Tierra son las vías de los trenes, en que la música de El acorazado Potemkin, si te fijas, es el «Purple Haze» de Jimi Hendrix versioneado. Después entra en la caseta, que tiembla cuando cierra la puerta de un golpe.

AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO, Nocilla experince, Alfaguara, Madrid, 2008.

sábado, 24 de noviembre de 2012

KLAUS NACHTKNECHT, Juan Rodolfo Wilcock





KLAUS NACHTKNECHT

   Pocos años después del descubrimiento del radio, circuló el rumor de sus propiedades maravillosas, de manera especial terapéuticas; noticia vaga e imprecisa pero difundida. Partiendo de la optimista premisa de que todo lo que se descubre sirve para algo —si exceptuamos los dos Polos, el Norte y el Sur—, el honesto periodismo de la época concedió el debido relieve a cualquier tipo de hipótesis, todas falsas, sobre esa nueva fuente de radiaciones. De la misma manera que en el siglo XVII la gente que seguía la moda se brindaba por extravagancia a las sacudidas eléctricas, la gente que seguía la moda en los primeros años del siglo XX quiso brindarse, por higiene, a la radiactividad.
   De Karlsbad a Ischia, las aguas y los fangos termales fueron cuidadosamente analizados, y se descubrió, en efecto, así es el destino de todas las cosas del universo, que eran en cierta medida radiactivos; aguas y fangos se sintieron más preciosos, y con grandes carteles y publicidad en la prensa anunciaron al público su nueva y salubre condición. En Budapest el padre de Arthur Koestler, fabricante de jabón, hizo analizar igualmente las tierras de las que sacaba algunos ingredientes de su jabón; y habiéndose revelado también éstas, al igual que todas las tierras del globo, radioactivas, Koestler padre puso en venta con el consiguiente éxito sus pastillas de jabón radiactivas, llamadas después rádicas: Sus benéficas influencias convertían, como era de prever, en cada vez más sana y hermosa la piel. Su ejemplo fue imitado en otros países. Cuando estalló la bomba de Hiroshima, y quedó claro para muchos que la radiactividad no siempre hacía resplandecer la piel, esos jabones cambiaron de nombre y de publicidad, pero, con estimable obstinación, termas y fangos radiactivos mantuvieron todavía durante años ese manifiesto interés que promueven las fuerzas secretas de la naturaleza.
   Con el mismo espíritu científico-publicitario se inició en 1922 aquella admirable aventura orogenética que fue la cadena de hoteles volcánicos de Nachtknecht y Pons. Hijo del Pons de Valparaíso propietario de una famosa cadena de hoteles meramente oceánicos y balnearios, de los que las crónicas mundanas recuerdan el lujo asiático del Gran Pons de Viña del Mar junto al Pacífico y la mediocridad europea del Nuevo Pons de Mar del Plata junto al Atlántico, Sebastián Pons tuvo la suerte de conocer en la Universidad de Santiago a un geólogo alemán emigrado, sin la menor fama y llamado Klaus Nachtknecht.
   Obligado por las estrecheces de un inestable exilio, Nachtknecht se ganaba la vida como profesor de alemán, materia de las más facultativas, en la Facultad de Ciencias, cosa que obviamente exasperaba su insatisfecha pasión geológica, hecha todavía más profunda por la muda, multitudinaria y superabundante proximidad de los Andes. Mientras sus compatriotas morían en Ypres como pulgas en una sartén, Nachtknecht cultivaba en silencio, en el invernadero de su lengua impenetrable, diferentes y solitarias teorías. A Pons, que era su discípulo predilecto, mejor dicho, su único discípulo, confió su más querida, su más en soñada y original teoría, la de las radiaciones volcánicas.
   En pocas palabras, Nachtknecht había descubierto que el magma desprende radiaciones de enorme poder vivificante y que nada favorece tanto la salud como vivir sobre un volcán, o al menos bajo un volcán. Citaba como ejemplo y confirmación la belleza y la longevidad de los napolitanos, la inteligencia de los hawaianos, la resistencia física de los islandeses, la fecundidad de los indonesios. Ocurrente como todos los alemanes, mostraba un gráfico sobre la longitud del miembro viril en los diferentes pueblos y países del mundo, con puntas indiscutiblemente envidiables en las regiones volcánicamente más activas. Dicho gráfico, que en las esferas académicas tal vez habría sido acogido con perplejidad, acabó de convencer a su joven alumno.
   Convertido en heredero de los hoteles de su padre en 1919 y de una mina de molibdeno de su tía en 1920, Pons confió sus bienes de playa a un administrador inglés, digno por tanto de confianza, y los de excavación a un ingeniero chileno mutilado de las piernas, por consiguiente más digno todavía; después de lo cual, en compañía de su amigo y profesor, se lanzó a la empresa que en un primer tiempo le hizo famoso, y en un segundo tiempo tan pobre que se vio obligado a aceptar el puesto de cónsul chileno en Colón (Panamá), con un sueldo de hambre y un clima de infierno.
   Había sido Nachtknecht el primero en lanzar la idea de un establecimiento u hotel o casa de salud en las laderas de un volcán; naturalmente, los huéspedes no tenían por qué ser necesariamente enfermos (por otra parte, ¿quién no está enfermo?), sino personas de cualquier edad y condición psíquica; al contrario, cuanto más sanos y más vigorosos fueran los clientes, más segura la reputación del establecimiento como lugar de cura.
   El Maestro era reacio a publicar libros en una lengua desprovista para él de toda lógica como el español (una lengua que ha renunciado desde hace siglos al máximo ornamento del pensamiento, que consiste, como es sabido, en concluir cualquier discurso con el verbo), pero Pons le indujo a preparar al menos algún opúsculo, no exactamente publicitario, pero adecuado, en cualquier caso, para difundir entre el público ignorante los principios y los méritos de la nueva radiación.
   Así aparecieron a fines de 1920 El magma saludable y en 1921 Acerquémonos al Volcán, y Lava y Gimnasia, los tres traducidos o al menos corregidos por Pons e impresos en Santiago, en una edición prácticamente ilimitada y sobre un papel tan malo que las únicas páginas realmente legibles eran las que estaban impresas por un solo lado. Dos años después, contemporáneamente con los trabajos de construcción del primer hotel de la cadena, apareció de nuevo, siempre con la firma de Nachtknecht, Rayos de Vida (33 páginas).
   El plan original de Pons incluía cuatro hoteles-clínicas de lujo, a construir en las laderas del Kilauea en las islas Hawai, del Etna en Sicilia, del Pillén Chillay en la que era entonces provincia de Neuquén en Argentina, de Cosigüina en Nicaragua, y finalmente un quinto refugio para solitarios en un punto cualquiera, todavía por determinar, de la isla de Tristan da Cunha en el Atlántico; a ser posible sobre la islita contigua llamada justamente Inaccesible.
   Por lo que se refiere a las Hawai, surgieron inmediatamente dificultades insuperables con la autoridad que se ocupaba, desde 1916, del Parque Nacional de los Volcanes locales. En cuanto a la superficie sobre el Etna, comprada en 1922 por los agentes de Pons a unos 2.000 metros de altura, fue arrasada pocos meses después por un auténtico mar de lava y desapareció a todos los efectos del catastro, entre otras cosas por haberse convertido en una boca secundaria del antiguamente voraz Mongibello.
   En Nicaragua, el agente de Managua demoraba inexplicablemente el asunto; posteriormente se supo que había estado todo el tiempo en la cárcel, por motivos políticos, y que desde la misma cárcel dirigía la agencia de compra-venta de terrenos, cosa que estaba claro que no le permitía comprar montañas junto a la frontera con Honduras. De pronto reapareció, siempre por carta, con la noticia de que el Cosigüina llevaba sin dar señales de vida desde el lejano 1835 (posteriormente se supo que esto tampoco era cierto) y que podía ofrecer, en cambio, la compra de un terreno muy adecuado en la próspera isla de Omotepe, en el lago de Nicaragua, precisamente entre dos grandes volcanes, el Madera y el Concepción, de vegetación lujuriante y una erupción activísima. Pons se dirigió a la Embajada de Nicaragua para ampliar la información; sorprendido en su despacho, el agregado cultural le explicó que precisamente en aquel punto de la isla se encontraba el gran presidio de Omotepe y que muy probablemente el agente estaba intentando venderle la prisión donde purgaba sus erróneas opciones políticas. De modo que el hotelero-minero se vio obligado también a renunciar al proyecto nicaragüense.
   No le quedaba más que dirigir su atención a los dos proyectos meridionales, el patagónico y el atlántico; para el primero tenía que tratar con argentinos, para el segundo con ingleses: todos ellos personas de confianza, europeas, convenientemente tacañas y severas. Pons suponía que Tristan da Cunha era fácilmente accesible por vía marítima, cosa que parecía bastante plausible en tanto que se trataba de una isla; le explicaron a continuación que los barcos del servicio regular llegaban a ella una sola vez por año, a fines de octubre. Por otra parte, esos barcos partían de Santa Elena, residencia estable del Gobernador; pero nadie sabía en Valparaíso cómo llegar a Santa Elena, y nadie lo había siquiera intentado. Todo esto habría hecho ciertamente estable la eventual estancia de los eventuales clientes del hotel, pero exactamente por la misma razón habría hecho problemática su construcción. Hacía siglos, además, que los volcanes de la isla mantenían intacta su digna inactividad.
   Pons decidió, por consiguiente, aplazar el viaje a Tristan da Cunha y concentrar sus primeros esfuerzos en el Neuquén. El Pillén Chillay se alzaba —sigue alzándose— en la frontera entre Neuquén y Río Negro, y era más fácilmente accesible desde San Carlos de Bariloche; la carretera, toda ella de puntiagudos guijarros, gozaba de hermosas vistas y la gente del lugar —cuatro personas en total— la llamaba la pincha-ruedas. Estas cuatro personas eran obstinadamente germánicas y reinaban solitarias en aquellos desiertos poblados por millares de ovejas con una lana que colgaba hasta el suelo; poseían además un número no menos desmesurado de cerdos.
   Rodeado de ovejas y de cerdos, Pons no tardó en descubrir que era imposible cualquier tipo de comunicación con los alemanes; los cuales eran además tan testarudos que aún afirmaban que habían sido los vencedores de la guerra mundial. Roto un Ford modelo T, destrozado un Studebaker todavía más robusto, Pons se vio obligado a regresar a Bariloche a pie porque los caballos que la conocían se negaban a recorrer semejante carretera.
   También en Bariloche los indígenas locales eran casi todos alemanes y mostraban, además, una considerable desconfianza respecto a los chilenos, tradicionalmente considerados como bandidos o putas, según el sexo. Finalmente, Sebastián consiguió enviar un telegrama a Nachtknecht, que seguía en Santiago. El Maestro respondió inmediatamente a su llamada: tomó el transandino, llegó a Puente del Inca y allí permaneció un mes y medio bloqueado por la nieve. De Puente del Inca, Nachtknecht descendió finalmente a Mendoza, vía Uspallata, y cuatro meses después llegaba a Bariloche.
   A la llegada del Profesor, toda la comunidad alemana se sacó de encima el patagónico letargo y en un tiempo brevísimo el hotel de Pillén Chillay se convirtió en una realidad. Diríase que detrás de cada colina o montículo o vetusto cedro o peñasco errático estaba oculto un alemán dispuesto a hacer de jardinero o barman o chófer o leñador, incluso encima de un volcán; muchos de ellos eran austríacos o polacos, pero eran llamados alemanes genéricamente, de la misma manera que genéricamente eran llamados turcos los numerosos árabes de los alrededores, que poco a poco corrieron a ofrecer a Nachtknecht sus no menos erráticos servicios.
   El volcán era más bien hermoso, con la nieve en la cima y las laderas cubiertas de bosques y abajo dos insólitos lagos en forma de paréntesis, muy azules, fríos como el hielo. El hotel, de madera y ladrillo, se alzaba a media pendiente; con una excelente calefacción, las tempestades de nieve sólo lo hacían inalcanzable cinco meses al año. Entre sus servicios, además de los habituales baños de nieve con sauna finlandesa y la pista de esquí con funicular de vapor hasta el cráter; estaba prevista una vasta gama de actividades típicamente volcánicas: baños de lava caliente, inhalaciones en las solfataras, piscina corrosiva, juegos telúricos variopintos, grutas radiactivas, explosión de nitroglicerina con desprendimiento de bloques cada mediodía, aire acondicionado sulfuroso en las habitaciones y en el espacioso comedor, excursiones nudistas al cráter ya las grietas próximas, venta de cristales tallados en estilo autóctono, y un espléndido sismógrafo en la sala de baile. Había también un proyecto de teatro volcánico, a la italiana, con espectáculos nocturnos y fuegos artificiales sobre la nieve, e incluso una cría naturista de cerdos cerca del doble lago.
   Estos dos últimos proyectos no superaron, sin embargo, la fase de proyecto. En efecto, dos meses antes de la inauguración con motivo de la implorada erupción de marzo de 1924, la totalidad del hotel desapareció bajo una capa —de unos seis metros— de detritos volcánicos, polvo, cenizas, piedras y lava. Nachtknecht quedó sepultado, junto con la mayor parte de los trabajadores. Pons, más afortunado, se hallaba por casualidad en Bariloche; tuvo que vender cuanto tenía para pagar las indemnizaciones a los parientes de las víctimas, setenta y cinco muertos y dos heridos de quemaduras.

JUAN RODOLFO WILCOCK, La sinagoga de los iconoclastas, Anagrama, Barcelona, 1981.

Ilustración: José Martínez Ramallo 

viernes, 23 de noviembre de 2012

[SE MIRAN, SE PRESIENTEN...], Oliverio Girondo & Man Ray



Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehúyen, se evaden y se entregan.

OLIVERIO GIRONDO, Espantapájaros, Proa, Buenos Aires, 1932.

jueves, 22 de noviembre de 2012

ANÉCDOTA, Ambrose Bierce


ANÉCDOTA


   s. Relato generalmente falso. La veracidad de las anécdotas que siguen, sin embargo, no ha sido exitosamente objetada: Una noche el señor Rudolph Block, de Nueva York, se encontró sentado en una cena junto al distinguido crítico Percival Pollard. Señor Pollard —dijo—, mi libro Biografía de una Vaca Muerta, se ha publicado anónimamente, pero usted no puede ignorar quién es el autor. Sin embargo, al comentarlo, dice usted que es la obra del Idiota del Siglo. ¿Le parece una crítica justa?
   —Lo siento mucho, señor —respondió amablemente el critico—, pero no pensé que usted deseara realmente conservar el anonimato.
   El señor W.C. Morrow, que solía vivir en San José, California, acostumbraba escribir cuentos de fantasmas que daban al lector la sensación de que un tropel de lagartijas, recién salidas del hielo, le corrían por la espalda y se le escondían entre los cabellos. En esa época, se creía que merodeaba por San José el alma en pena de un famoso bandido llamado Vásquez, a quien ahorcaron allí. El pueblo no estaba muy bien iluminado y de noche la gente salía lo menos posible de su casa. Una noche particularmente oscura, dos caballeros caminaban por el sitio más solitario dentro del ejido, hablando en voz baja para darse coraje, cuando se tropezaron con el señor J.J. Owen, conocido periodista:— ¡Caramba Owen! —dijo uno—. ¿Qué le trae por aquí en una noche como ésta? ¿No me dijo que este era uno de los sitios preferidos por el ánima de Vásquez? ¿No tiene miedo de estar afuera?
   —Mi querido amigo —respondió el periodista con voz lúgubre— tengo miedo de estar adentro. Llevo en el bolsillo una de las novelas de Will Morrow y no me atrevo a acercarme donde haya luz suficiente para leerla.
   El general H.H. Wolherspoon, director de la Escuela de Guerra del Ejército, tiene como mascota un babuino, animal de extraordinaria inteligencia aunque nada hermoso. Al volver una noche a su casa el general descubrió con sorpresa y dolor que Adán (así se llamaba el mono, pues el general era darwinista) lo aguardaba sentado ostentando su mejor chaquetilla de gala.
   —¡Maldito antepasado! —tronó el gran estratega— ¿Qué haces levantado después del toque de queda? ¡Y con mi uniforme! Adán se incorporó con una mirada de reproche, se puso en cuatro patas, atravesó el cuarto en dirección a una mesa y volvió con una tarjeta de visita: el general Barry había estado allí y a juzgar por una botella de champán vacía y varias colillas de cigarros, había sido amablemente atendido mientras esperaba. El general presentó excusas a su fiel progenitor y se fue a dormir. Al día siguiente se encontró con el general Barry, quien le dijo:—Oye viejo, anoche al separarme de ti olvide preguntarte por esos excelentes cigarros. ¿Dónde los consigues? El general Wotherspoon sin dignarse responder se marchó.
   —Perdona por favor —gritó Barry corriendo tras él—Bromeaba por supuesto. Anda, si no había pasado quince minutos en tu casa y ya me di cuenta que no eras tú.

AMBROSE BIERCE, Diccionario del diablo, Ediciones del Dragón, Madrid, 1986 (1911).

Ilustración:  Esdras Gabriel A. Núñez

miércoles, 21 de noviembre de 2012

VENTISÉIS, Giorgio Manganelli


VENTISÉIS

   Como todos los enfermos, con frecuencia se despierta por la mañana con una profunda y abandonada sensación de salud. No advierte que el mundo se hace cada vez más angosto, la brevedad de sus paseos, incluso en su propia casa. Su vida, cada vez más minúscula, le parece de la medida exacta, un traje que le sienta con propiedad y elegancia. ¿Por qué salir cuando en el cielo hay nubes bajas y no se vislumbran indicios de sol? ¿Por qué moverse, cuando no hay duda de que la inmovilidad es mucho más pertinente y conceptuosa? El está bien, ¿por qué tendría que hacer gestos o pronunciar palabras o concebir pensamientos capaces de hacer vacilar aquella admirable sensación de equilibrio?
   Pero en torno a él se mueven otras personas; advierte que en ellas reside el peligro. Quisiera estar solo, pero no ignora que la soledad que le protege es recortada pacientemente desde fuera por una multitud: al menos tres o cuatro personas. La mujer le mira la cara: «Tienes buena cara, sabes», comenta. El equilibrio perfecto queda roto, miserablemente desmenuzado. Contempla en el espejo aquel rostro, apenas observado por la mujer que lleva años viviendo con él y con aquel rostro, que se ha acostumbrado a su existencia, un hábito que él no ha conseguido contraer. Examina la cara que tiene buen aspecto: flaca, los ojos anormalmente grandes, unos labios secos que nadie osaría besar, con herpes por otra parte; contempla la piel del cuello, los cabellos desordenados. Vuelve a echarse, pensando de nuevo en el propio cuerpo, aquel cuerpo que por un breve instante había olvidado que le acompañara. Tal vez está mejor, sonríe para sus adentros; el problema de la vida, se predica a sí mismo haciéndose muecas, como un predicador borracho, es el de «mejorar ininterrumpidamente, día tras día, hora tras hora»; se comienza a mejorar con el primer grito del nacimiento —¡inicio de la convalecencia! «Cuidar de un niño»—. También él ha tenido un hijo, pero éste jamás le dice «tienes buena cara». Naturalmente, su mirada carece de sutileza, está distraído por las rápidas pasiones juveniles. El enfermo ríe. Mejora de día en día, está muy claro. Aún le falta un poco, cada vez menos; una de las próximas mañanas —pronto podrá comenzar a contar— se descubrirá sin el menor síntoma, para siempre, finalmente.

GIORGIO MANGANELLI, Centuria. Cien novelas río, Anagrama, Barcelona, 1982.

martes, 20 de noviembre de 2012

EL GRILLO, Jules Renard



EL GRILLO

   Es la hora en la que, cansado de vagabundear, el insecto negro vuelve de paseo y arregla con cuidado el desorden de su terreno.
   En primer lugar rastrilla sus caminillos de arena.
   Fabrica serrín y lo esparce en el umbral de su morada.
   Lima la raíz de esa hierba grande que le molesta.
   Descansa.
   Luego da cuerda a su minúsculo reloj.
   ¿Ya se ha acabado? ¿Está estropeado? Descansa un poco más.
   Entra en su casa y cierra la puerta.
   Durante un buen rato hace girar la llave en la delicada cerradura.
   Y escucha:
   Fuera todo está en calma. Pero no se siente seguro.
   Y por una cadenilla cuya polea chirría desciende hasta el fondo de la tierra.
   Ya no se oye nada.
   En el campo enmudecido, los álamos se alzan como dedos en el aire y señalan a la luna.

JULES RENARD, Historias naturales, Debolsillo, Barcelona, 2008.



ESCULTURA: Edouard Martinet

lunes, 19 de noviembre de 2012

MONNA LISA, Marcial Fernández

MONNA LISA

   Esa mirada te sigue de un lado a otro, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. En efecto, la Gioconda se quedó con el tic de vigilar día y noche a su adúltero marido.


MARCIAL FERNÁNDEZ, Andy Watson, contador de historias, Ficticia, México, 2005, p. 91.

domingo, 18 de noviembre de 2012

LA FABULOSA: UNA OPERETA TEJANA, Sandra Cisneros



LA FABULOSA: UNA OPERETA TEJANA
        
   Le gusta decir que es «española», pero es de Laredo como todas las demás, o de Lardo, como lo llamamos nosotras. Se llama Berriozábal. Carmen. Trabaja de secretaria en un bufete de abogados en San Antonio.
   Tenía chichis grandes. Grandes de verdad. Los hombres no podían quitarles los ojos de encima, ni ella podía hacer nada por evitarlo.
   Ellos, cuando le hablaban, nunca la miraban a los ojos. Era un poco triste.
   Tenía a su cabo en el Fuerte Sam Houston. Joven. Guapo. José Arrambide. En su tierra él tenía a una monada de estudiante que vendía nachos en una galería comercial y seguía esperando que volviera a Harlingen, que se casara con ella y que comprara un apartamento de tres habitaciones a plazos. También se vive de sueños, ¿no?
   Bueno, pues este José no fue el amor de la vida de Carmen. Sólo un ligue de San Antonio, por decirlo de alguna manera.
   Pero ya sabes cómo son los hombres. Sólo caen si les lavas los pies y se los secas con tu propio cabello. Lo digo en serio. Y Carmen era una mujer del tipo lo tomas o lo dejas. Si no te gusta, ahí está la puerta. Así era. Algo especial.
   Lista, eso no. Quiero decir, no era capaz de cuidar bien de sí misma y de sus propios intereses. Pero el cabo estaba enganchado. Su esclavo del amor, genuino y garantizado.
   No sé por qué, pero a los hombres les encanta que los trates mal.
   Sí, claro, fue su medio novio durante un tiempo, pero ¿qué significa eso para una mujer que tiene veinte años y que ha agarrado el mundo por las pelotas? A la primera de cambio se lió con un famoso senador de Tejas que estaba abriéndose camino hacia la casa grande. La instaló en una urbanización al norte de Austin. Camilo Escamilla. Puede que hayas oído hablar de él.
   Cuando José se enteró hubo un gran escándalo. Intentó matarla. Intentó matarse. Pero ese Camilo se encargó de que no saliera en los periódicos. Era tan importante como eso. Y además, tenía mujer e hijos que posaban con el cada ano para la foto del calendario que regalaba por Navidad. No iba a tirar su carrera por la ventana por una fulanita.
   Según con quién hables te cuentan cosas distintas. Los amigos de José dicen que grabó sus iniciales en los famosos chichis con un cuchillo, pero eso suena a chulería, ¿no?
   Yo he oído contar que desertó. Se hizo torero en Matamoros para poder morir como un hombre. Otros dijeron que es ella la que quiere morir.
   No lo creas. Ella se largó con King Kong Cárdenas, un luchador profesional de Crystal City, una dulzura. Yo conozco a su prima Lerma y la vimos la semana pasada en el Floore Country Store en Helotes. Joder, nos invitó a una cerveza, dando unos pasos de baile y unas vueltas al compás de Hey Baby qué pasó.
        
SANDRA CISNEROS, Érase un hombre, érase una mujer, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 97-99.

sábado, 17 de noviembre de 2012

CADA CUATRO AÑOS NACE UNA POETA SUICIDA, Francisco Ruiz Udiel


CADA CUATRO AÑOS NACE UNA POETA SUICIDA

A Sexton, Plath y Pizarnik
Nacidas en 1928, 1932 y 1936

Cada cuatro años la muerte
abre la llave del gas de una cocina,
se fuma un cigarrillo en el sofá y espera.

Otras veces enciende el motor de un automóvil
dentro del garaje
y canta Chair in the Sky,
un poco de jazz no despertará
a las muñecas recién maquilladas, piensa.

Cada cuatro años la muerte toma
anfetaminas para adelgazar,
pero se le pasa un poco la mano
y ya no despierta.

No se pone triste, ni alegre, ni neurótica, no,
pero cada cuatro años
la muerte amanece lúgubre
y observa la tarde roja
desde una ventana.
Alguien trata de invocarme, dice,
y cierra amargamente los ojos.

A mí me da pesar, no sé, es como si ella quisiera
decirnos
o contarnos algo desde su delgado rostro blanco,
como si estuviera cansada de estrangular mujeres.
Yo la conozco muy poco,
pero me consta aborrece su funéreo oficio.
Últimamente la han visto respirar
cierto aire suicida.

Cada cuatro años a la muerte
se le irritan los ojos,
sabemos que ha llorado, lo sabemos,
pero callamos,
sabemos también que busca algún vientre
y como ella no tiene el privilegio de la carne materna
aferra entonces sus fríos y delgados dedos
en el primer ombligo que encuentra.

Por eso cada cuatro años algunas niñas
ya vienen muertas.


FRANCISCO RUIZ UDIEL
FRANCISCO RUIZ UDIEL, (1977-2011)



Poesía ante la incertidumbre, Visor, Madrid, 2011.

Ilustración: Ann Sexton [Esther Rodríguez Cabrales]

viernes, 16 de noviembre de 2012

[MISS JOËRGEN ME DICE...], Enrique Jardiel Poncela



   Miss Joërgen me dice que su marido "no la comprende"
   (Esto significa que la va a engañar en cuanto pueda).
   Pero el marido no deja ni a sol ni a sombra a su mujer.
   (Lo que significa que, en realidad, "la comprende" perfectamente).

ENRIQUE JARDIEL PONCELA, A 40 kms del Pacífico y 30 de Charles Chaplin, Rey Lear, Madrid, 2011, p. 48.

jueves, 15 de noviembre de 2012

HIPOTERMIA, Patricia Esteban Erlés & Antonio López


HIPOTERMIA
        
   Después de pasar toda la tarde follando en la habitación del hotel habéis permanecido dentro de una bañera gigante que olía horriblemente a rosas hasta que se os han arrugado las yemas de todos los dedos. Luego habéis decidido ir a cenar a aquel restaurante tan coqueto del puerto donde él te besó por primera vez, cuando aún no sabíais muy bien qué iba a pasar en unas horas con todo lo demás, con los otros. Los otros éramos tan solo una nube negra de pasado, tu marido y su mujer, dos perros de humo a los que esa misma noche, después de las ostras y un par de botellas de vino blanco, prohibisteis cruzar la puerta de la misma habitación del mismo hotel (Sois tan cursis) donde os habéis hospedado hoy. Sonríes. Eres feliz y el mantel de cuadros rojos y blancos te parece tan bonito que no te queda más remedio que acariciarlo con la yema de los dedos. Pero de pronto sientes frío en los hombros, un frío atroz y buscas instintivamente la rebeca que al llegar colocaste en el respaldo de la silla. Al otro lado de la mesa, él pone ojos de guarro y te dice que va a pedir centollo y el mismo vino blanco de entonces, te pregunta si le ayudarás con las ostras, pero aunque te parece buena idea y quieres decirle que sí y volver a sonreír, un punto lúbrica, te castañetean los dientes. Él te mira, qué pálida te has puesto, mientras tú sientes por dentro el soplo de un viento helado cristalizando tu torrente sanguíneo. No lo sabías, pero ahora intuyes con horror que el frío puede dejarte ciega, que quema los huesos y agujerea los pulmones, verdad, no sabías que en el caso improbable de que sigas viviendo un médico compasivo deberá ir talando pequeños trozos de ti, los más frágiles e inocentes, fragmentos dulces como los lóbulos de tus orejas, tus dedos meñiques, esos pezones de niña que tanto le gustan, para intentar salvar la venus mutilada en que yo, hoy, si quisiera, podría convertirte. Tu marido se quedó calvo del disgusto, nunca superó el vacío que dejaste en el juego de maletas al llevarte la samsonite roja mediana. Yo, en cambio, después de que él viniera a por sus cosas y me enseñara una foto tuya entre las sábanas para que no quedara ninguna duda, decidí aprender vudú. Y mira, resulta que me divierte tanto meter y sacar del congelador la muñequita de trapo a la que le puse melena de fregona y le pinté tus mismitos ojos de vaca asturiana, que por hoy te salvas. Dejaré que él, algo confuso, te lleve de vuelta a la cama y te arrope con la única manta que encontrará en el altillo del armario. Pero de follar, ni hablamos, querida, ahora tú eres una gélida figura de hielo, la madre de todos los gintonics, una estalactita, y él, un friolero, un hipocondrias que teme acatarrarse a la mínima, no va a tocarte ni loco. Buenas noches y felices sueños. Mañana, si te parece, probamos con el horno.


PATRICIA ESTEBAN ERLÉS, Casa de muñecas, Páginas de Espuma, Madrid, 2012, páginas 109-110.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

MEDUSA II, Ricardo Menéndez Salmón


   Conocí el sexo a los trece años, un mediodía de agosto, en las mismas playas en las que transcurrió mi infancia. Un lugar simbólico, sin duda. En mi casa nunca se había abordado con honestidad el tema, aunque soy consciente de que, durante un tiempo, mi hermano y yo  convivimos con la pasión sexual de mi madre por Müller, algo así como la resurrección de una vieja llama, largo tiempo apagada. Quiero decir que nuestra casa era pequeña. Y que ciertos ruidos no se podían evitar. Aparte de eso, a mi padre no le dio tiempo a ejercer ningún magisterio al respecto, y mi madre, como educadora, satisfizo la mojigatería y la decencia que se le suponían. Resultado: un silencio blanco y deslumbrante. Y aunque algunos de mis compañeros en la escuela hablaban de ello sin tapujos, mencionando a sus padres, a sus hermanos mayores e incluso, en algún caso, a sí mismos, lo cierto es que cuando tuve mi iniciación sexual yo era algo así como una página sobre la que nada estaba escrito.
   Ella era sueca. Había muchos suecos entonces en Alemania, dedicados a la pesca del arenque. Se llamaba Filipa y era muy bella. Incluso para un muchacho de trece años que nunca había visto una mujer desnuda. Yo la había conocido a principios del verano, y todo había resultado tan natural como respirar. De hecho, después me costó asumir que el sexo no fuera tan sencillo como Filipa me dio a entender. Ella ha sido la única mujer con la que el sexo no parecía un derecho ni un deber, sino sencillamente un suceso. Sé que es paradójico decir esto de una relación entre dos personas de trece años, pero cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma.
   En mi recuerdo, Filipa ha conservado siempre esa edad. Nunca he sabido qué fue de ella, si sobrevivió a la guerra y a la pesca del arenque. Pero ella me enseñó esa verdad que a menudo nos obstinamos en ignorar: que a menudo son las personas que pasan, y no las que permanecen, las que juegan un papel decisivo en nuestras vidas.
   ¿Por qué? Precisamente porque la vida no las gastó, porque su memoria, para lo bueno o para lo malo, permanece a salvo del paso del tiempo, que todo lo ensucia.

  RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, Medusa, Seix Barral, 2012, pp. 35-36.

martes, 13 de noviembre de 2012

SEIS, Giorgio Manganelli

SEIS

   Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Algunas de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable, y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empujan a utilizar el teléfono. Una vez recibió la llamada de un amigo al que había prestado dinero. Había prestado el dinero tres años antes, sin que nunca le fuera devuelto, pero esto había germinado un profundo odio. El amigo incluso había intentado golpearle. Otra vez había intentado cortar inútilmente una llamada llena de sollozos de una mujer abandonada que se había equivocado de número. Había iniciado con ella una relación telefónica, proseguida durante algunas semanas, hasta que desde el otro lado del teléfono le había respondido una voz desconocida, enfadada e inocente. No se había atrevido a llamar de nuevo. Ahora podría llamarle una mujer que él ama y que no se atreve a amarle si no es con largos intervalos de tortura, una mujer que él ama y que a su vez le ama, pero que está demasiado ocupada para darse cuenta de ello, una mujer que él no ama y que le ama, y que le halaga sin imponerle intolerables conflictos. En realidad, preferiría una llamada diferente, imprevisible, destinada a cambiar la imagen de una vida que no estima interesante, y sólo irritante. Recuerda que el amigo de un amigo le contó en cierta ocasión que había recibido una llamada del padre, muerto seis años atrás. Había sido una llamada brusca, ya que el padre siempre había tenido mal carácter, y al mismo tiempo breve y trivial. Tal vez era una burla. El señor que sabe latín preferiría no esperar llamadas; las llamadas preceden el mundo, son, en último término, la única prueba que se le concede de la existencia del mundo. Pero no de la suya.


GIORGIO MANGANELLI, Centuria. Cien novelas río, Anagrama, Barcelona, 1982.

lunes, 12 de noviembre de 2012

LOS PANTALONES


LOS PANTALONES
       
   Un día un hombre fue a ver a su sastre y le dijo:
   —Hace ya tres meses, ¡tres meses!, que te encargué unos pantalones, ¿y todavía no los has acabado? No lo entiendo... Dios creó el mundo en seis días, ¿y tú no eres capaz de hacer unos pantalones en tres meses?
   El sastre lo miró con conmiseración y le respondió:
   —Tienes razón... Pero hazme un favor. Observa el mundo y observa mis pantalones.

JEAN-JACQUES FDIDA, Cuentos de los sabios judíos, cristianos y musulmanes, Paidós, Barcelona, 2007.

domingo, 11 de noviembre de 2012

sábado, 10 de noviembre de 2012

[SUICIDIO Y ENTIERRO DE L.K....], Max Aub




   Suicidio y entierro de L. K. Éramos cinco. Llovizna, nadie dice nada. Y. se había ido hace cinco días a Londres, con M.G. Frío natural: noviembre, pero transidos de algo más. Entramos en un café. Germain hace una frase:
   —Una tumba es siempre el ombligo del mundo. Lo miramos con animosidad. Calla, juega con una cucharita. El ruido molesta a todos. Pablo lanza una retahíla de blasfemias. Voy andando a casa. Llego tardísimo, Ana María me hace mala cara. ¡Qué se vaya al demonio! Pinto. De repente, me canso. Lo dejo estar. ¿Por qué? ¿Qué límites son éstos? Físicos, desde luego. Soy el mismo, cansado: de un momennto a otro. ¡Humildad, Señor, humildad! Dámela cada mañana.


MAX AUB, Cuaderno verde de Jusep Torres Campalans, Sirpus, Barcelona, 2007, p. 72-73.

Ilustración: Mariana Lanelli

viernes, 9 de noviembre de 2012

MEDUSA I, Ricardo Menéndez Salmón

 La muerte de Baruch opera en Prohaska una explosión de actividad, como si sólo encerrándose en una labor exhaustiva se pudiera mantener lejos al fantasma de la locura. No existe en alemán una palabra para designar a los padres que han perdido a sus hijos. Existe, sin embargo, la expresión «verwaiste Eltern», que podría traducirse como «padres que se han quedado huérfanos». Tampoco en español existe una palabra que designe al padre que ha perdido a su hijo, salvo lo que la Academia denomina un uso «poético» del término huérfano. Es como si el lenguaje, ante el dolor más grande que existe en el mundo, no se atreviera a nombrarlo más que mediante perífrasis o encubrimientos. No hay un vocablo exacto, unívoco, para designar una pena tan absoluta. El lenguaje es aquí pudoroso.
   Apenas dos semanas después de enterrar a Baruch, Prohaska llega a Danzig. Durante la campaña polaca filma incansablemente, rollos y rollos de película que, en opinión de Stelenski, afianzan la predilección de Prohaska por una imaginería descarnada y constituyen, a efectos prácticos, un corpus inmejorable para descifrar el entusiasmo con que Alemania se abalanza a la conquista de Europa.
   Prohaska filma desde tierra, mar y aire. A él debemos las últimas imágenes de la romántica caballería polaca, despedazada por los Panzer en un combate desigual e inarmónico, donde los viejos centauros se apagan ante las flores de hierro de la ingeniería sin dioses; a él debemos la visión dantesca de un Báltico en llamas, asediado por la flota alemana fijada en su horizonte como una avalancha estática; a él debemos la visión de los racimos de bombas como una cornucopia salvaje derramada sobre el mapa de Varsovia, labrando en el surco de la Historia las nuevas runas de un poder abrasivo.
   Todo cabe en la lente de Prohaska durante aquellas jornadas: soldados sonrientes, mandos ufanos, civiles con los ojos vacíos de las estatuas, perros que llevan manos entre sus fauces, ruinas humeantes entre las que niños de la edad de Baruch dan sus primeros pasos, queserías en llamas, caballerizas con animales tendidos entre los sacos de cebada y heno como en una postal de miedo y ceniza, lactantes desamparados en brazos de militares absurdamente jóvenes, cielos manchados por la tinta negra de los antiaéreos, ofrendas florales de inesperadas valquirias, topónimos imposibles que en boca del invasor se convierten en risibles trabalenguas, catres de campaña dispuestos junto a bandadas de gansos, el asombro y el miedo, la bestialidad y la alegría, el raro, vertiginoso diorama de la guerra hecho materia de la lente, contenido en el ojo del hombre que ha cruzado una frontera para escapar del país del hijo muerto, enemigo que esconde entre sus ropajes no el deseo hostil de la posesión ni el alivio considerable de la rutina, sino el simple, fatal, humano anhelo de olvidar mediante el obsceno expediente de mirar.
        
 RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, Medusa, Seix Barral, 2012, pp. 61-63.

jueves, 8 de noviembre de 2012

DISFRACES, Elena Ferrándiz


DISFRACES

   Aunque pueden resultar un tanto infantiles, son muy úitles para encandilar al adversario.Los más habituales son los de "tigresa", "angelito" y "mosquita muerta" para ellas, y los de "tipo duro", "lobo con piel de cordero" y "Peter Pan" para ellos.
   Algunas jugadoras, además, llevan preparado en una maletita el de "príncipe azul", para colocárselo al primero que pase.

ELENA FERRÁNDIZ, Amor en juego, Thule, Barcelona, 2010, página 9.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

VOCACIÓN, Ignacio Enrique Sánchez de Miguel

VOCACIÓN

   Dedicó todos los días de su feliz vida a ordenar los grados de arena de una playa.

IGNACIO ENRIQUE SÁNCHEZ DE MIGUEL


Ilustración: David Marcos

martes, 6 de noviembre de 2012

DESPERDICIOS, Eugenia Rico



DESPERDICIOS
        
   Mi mujer dice que va a dejarme. Lo dice el lunes pero estamos a viernes y todavía no me ha dejado. Sólo ha dejado las maletas aparcadas en un rincón del vestíbulo. Yo quiero que hablemos. Ella quiere limpiar la casa. ¿Para qué quiere limpiar la casa si va a irse de todas formas? Estoy seguro de que lo de irse es un farol. Quiere ponerme nervioso. Estamos casados. Es un sacramento, no se puede ir de un día para otro. Se lo digo pero ella sigue limpiando.
   Al final tengo hambre, abro la nevera pero está vacía. Miro el cubo de la basura. No sé por qué lo hago, pero levanto la tapa del cubo de la basura y entonces las veo. Dos chuletas relucientes. Envueltas todavía en el brillante celofán. Intactas. Las contemplo. Las levanto como si fueran la sagrada hostia. Miro la fecha de caducidad. Está a punto de vencer pero todavía no ha vencido. Llamo a mi mujer. Le pregunto por qué ha tirado las chuletas a la basura. Huelen mal, dice. Las huelo. Huelen perfectamente. Ya no olían bien, repite ella. Pero a mí me huelen bien. Entonces suena un portazo y oigo a los niños que vuelven del colegio. Mamá, mamá, vienen gritando. Los llamo. Yo soy su padre y acuden. Les hago oler las chuletas. No quieren, les obligo. Huelen mal, dice el niño. No huele bien, papá, dice la niña.
   Me enfado mucho, cualquiera puede comprender que me enfade. Lo dicen por complacer a su madre. Harían cualquier cosa por su madre. Pero también tienen un padre. Yo soy su padre.
   Y por fortuna, su padre es médico. Gana un buen dinero sin el que mi mujer no podría vivir. Por eso es imposible que me deje. Yo no puedo dejar así este asunto de las chuletas. Mi consulta está justo debajo de mi casa. Cojo el teléfono y llamo ami ayudante. Es un chico joven y un poco asustadizo. Nos contempla muy serios a los cuatro. Mi mujer con los dos niños abrazados y yo levantando la bandeja con las chuletas como si fuera la Biblia. Es muy importante, le digo. Tienes que oler estas chuletas y decirme si están buenas o están pasadas. Mi ayudante sonríe. El sabe que no soy un hombre frívolo.
   Coge las chuletas y las huele con unción. Huelen fenomenal, me dice. Pues mi mujer quería tirarlas a la basura, para ella las cosas de comer no son algo sagrado sino que son desperdicios.
   ¿Puedo llevármelas?, dice mi ayudante, acabo de mudarme a vivir con mi novia y esta noche no tenemos nada para cenar.
   Mi mujer, los niños y yo le vemos alejarse con la bandeja de las chuletas. Va dejando tras de sí un aroma a colonia de Nenuco. Mi mujer y los niños se van y yo me quedo mirando el cubo de la basura abierto como si fuera todo lo que me queda en el mundo.
   Mi mujer dice que quiere dejarme. Lo dijo el lunes pero estamos a viernes y todavía no me ha dejado.
        
       EUGENIA RICO, El fin de la raza blanca, Páginas de Espuma, Madrid, 2012, p. 56.

lunes, 5 de noviembre de 2012

[COMO CANICAS...], Cuca Serratos



Como canicas,
tan blanco, tan redondo,
cae el granizo.


CUCA SERRATOS, En hojas de cerezos, Nostra Ediciones, México, 2010.

domingo, 4 de noviembre de 2012

[SIN DEJAR HUELLA...], Isabel Escudero



Sin dejar huella:
vivir es verlas caer,
hojas y almas revueltas.

ISABEL ESCUDERO, Nunca se sabe, Pre-Textos, Valencia, 2010, p. 15.

sábado, 3 de noviembre de 2012

SOPA, Patricia Esteban Erlés & Sara Morante

SOPA
        
   La feliz mamá sentó a la hijita que aún olía a nuevo sobre sus rodillas, durante la cena familiar de Nochebuena. Fue una desgracia terrible que la niña se inclinara tanto sobre el plato humeante de sopa, fascinada por los dedos de humo que la saludaban desde allí adentro, y que se hundiera en el interior del estanque de porcelana heredado de la abuela, sin que su madre pudiera evitarlo. Hubo un revuelo de burbujas, un minúsculo aleteo de brazos. Algunas gotas amarillas y un fideo rozaron el rostro materno. Ella miró a ambos lados, horrorizada. Todos comían, o no, daban un sorbo a la copa. Callaban con los demás. La madre se secó la mejlla con la servilleta, aguardando un tiempo prudencial y, cuando por fin se hizo el silencio en el fondo, pidió a una de las doncellas que le cambiara el plato.


viernes, 2 de noviembre de 2012

EL METODO DEDUCTIVO, Gabriel Jiménez Emán


EL MÉTODO DEDUCTIVO

   Al abrir el periódico, vio que el asesino le apuntaba desde la foto. Lo cerró rápido, antes de que la bala pudiera alcanzarle en la frente. Dejó el periódico a su lado, todavía humeante.



GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN, La gran jaqueca, Ediciones Imaginaria, 2002, p. 19. 

jueves, 1 de noviembre de 2012

[NUESTROS MUERTOS...], Ryszard Kapuscinski


Nuestros muertos

qué poco les importa ya nada
son fríos
indiferentes
no hacen preguntas

se mantienen apartados
siempre en el mismo lugar

callan

RYSZARD KAPUSCINSKI, Poesía completa, Bartebly Editores, Madrid, 2008, p. 65.