20 de julio
Ya he logrado ver que no, no cualquier cosa inicia mis crisis. He necesitado cambiar. de psicólogo (me atiende ahora una chica más joven, mucho más amable) y también de grupo. Ahora me reuno dos veces por semana con seis enfermas como yo, con unas circunstancias mucho más similares a las mías. Ya no siento que no tengo derecho a quejarme o a estar enferma porque mi familia se encuentra en mejor situación económica que otras. Tampoco me miran con lástima, porque estoy más gorda que en mi primera etapa, ni se dan aires por atravesar etapas de anorexia. Incluso entro por la puerta con otra ilusión.
Me arrojo sobre la nevera cuando siento que no me comporto como los otros me piden. Pero lo hago antes de que los demás me pidan nada, con lo que ni siquiera tengo el consuelo de complacerlos. Siento tanto miedo a no complacerlos, a perder su atención o su respeto, que me olvido de mí misma. Me convierto en ellos. Me convierto en cosa. Me convierto en tantos que dejo de ser yo.
No sé quién soy yo. Me estoy entrenando para decir la verdad, en lugar de mentiras a medias para que me quieran. Una de las chicas de mi grupo, que viene una vez a la semana porque ha mejorado mucho, me ha preguntado cuándo fue la última vez que dije no a algo importante. Fui incapaz de responderle. No recuerdo haberme negado a nada, nunca. Me han construido otros: me ha formado la mirada de mi padre, y lo que él ha deseado para mí. Me he adaptado a lo que mi madre ha trazado para su familia, y he competido con mi hermano para transformarme en la hija perfecta. Sólo mi abuela ha sabido yerme tal y como soy, y me ha provocado para que continuara siéndolo, la vieja bruja. Durante muchos años he creído que quería ponerme en evidencia ante mi familia. Ahora pienso que quizá me he equivocado al juzgarla.
Tengo más tiempo, ahora que el curso ha finalizado, y no sé muy bien qué hacer con él: me asusta el simple pensamiento de mostrarme en bikini, y mis amigas casi no cuentan conmigo para sus planes. No las culpo: ha buscado excusas durante demasiado tiempo. De todas maneras, hace demasiado tiempo que me aburro con ellas. Prefiero quedarme en casa y ver películas. He comenzado a adelantar materia para el curso que viene.
He sacado buenas notas, pero el año que viene me demandará más, y quiero prepararme.
No sé en qué emplear mis ratos libres, porque todo lo que me gustaba hacer hace unos años se vio absorbido por la bulimia, y por el ejercicio, y por los estudios, y han destronado poco a poco aquello que me divertía: el cine. Las compras. ¿Cuándo se convirtió el irme a comprar ropa en una tortura? Me gustaba patinar, y no lo hacía mal. Recuerdo que me gustaba dibujar, y pintar, y hace cuatro años que mi padre bajó el caballete al sótano porque no lo usaba, y nos hacía tropezar a todos en la terraza.
De momento, cada día llamo a Nina, que acude con todo el entusiasmo del que es capaz su colita en movimiento, y me la llevo al parque. Es tan sociable, tan divertida, tan agresivamente cariñosa que no puedo menos que reírme con ella. Tiene un amigo pastor alemán, que le dobla el tamaño, y al que somete por completo. Su dueña, una mujer mayor, y yo nos sentamos a la sombra y los vemos correr, pelearse entre bromas, y les arrojamos sus pelotas. Luego regreso a casa, con Nina muy ufana, con su hueso de goma entre los dientes, y me doy cuenta de que hacía tiempo que era incapaz de salir a la calle y no comprarme algo para comer.
Ahora he vencido el pánico a dejar mi casa sin dinero en el bolsillo. Sólo meto en el bolso mi móvil, las llaves, juguetes para Nina y una revista que hojeo cuando me aburro.
Mientras veo alguna película, la perrita se duerme en mi regazo. Noto su peso, su calor, y aunque julio aprieta y llamea, me encanta sentirla junto a mí. Ella, en realidad, es muy similar a su pobre ama: desesperada por complacer y por arrancarme una caricia, tan dependiente de mí como lo soy yo de la atención y la complacencia ajena. Cuando observo a Nina me conozco mejor, y siento mucha lástima por mí misma. A veces, lloro sin causa, y luego me siento tranquila, con una calma que no me daban los ansiolíticos, cuando me los recetaron.
De la misma manera que lloro de nuevo, también me río más: no de la misma manera en la que lo hacía antes, en un esfuerzo por ocultar lo vacía que estaba mi alma.Me río porque encuentro algunas cosas divertidas, y otras, abiertamente desternillantes. Mi hermano, que es un payaso, comienza a decir tonterías, con el único fin de que me ría, hasta que comienzo a hipar. Entonces son los otros los que se ríen, y aunque esos ratitos duren poco, antes ni siquiera los compartíamos.
Sigo atracándome, aunque algo menos, y sigo vomitando, aunque menos, también. Ayer por la noche me comí un bocadillo de jamón y dos donuts, y luego me sentí tan culpable que bebí dos vasos de leche y fui al baño. Al cabo de media hora sentía hambre, esa compañera infatigable, que respira tan cerca de mi cuello. Encontré otro donut y una manzana, y en esta ocasión hice el esfuerzo consciente de no vomitar. Me costó mucho. Tendida en la cama, con las manos sobre el estómago, notaba cómo mi respiración elevaba y bajaba mi barriga, y me aseguraba que todo estaba bien, que todo estaba bien.
Me gustaría que esta etapa terrible pasara, pero cada vez soy más consciente de que necesitaré cambiar muchas cosas en mi vida, en mi mente, para recuperar la salud. Ya no quiero tumbarme y dormir durante los siguientes años. Ocurren demasiadas cosas cercanas de las que quiero ser testigo, en lugar de quedarme aparte, un testigo mudo, como lo he sido estos últimos cinco años. Ahora que he dejado de mirarme el ombligo y, a cambio, echo una ojeada tímida a mi alrededor, hay demasiados espacios que me disgustan.
No me gusta mi relación con mis padres, ni la presencia constante de mi abuela. Ya he hablado de mis amigas. No me gusta, como nunca me ha gustado, mi cuerpo, pero quizá mi cuerpo no sea lo único importante. O lo más importante.
Ha llegado un punto en el que me estoy planteando si escogí mi carrera porque era lo que deseaba o por contrariar a mi padre. No quiero que esas ideas acudan a mi mente con demasiada frecuencia: me faltan fuerzas para, de la noche a la mañana, reconocer que me he equivocado y empezar de cero otros estudios.
Daría cualquier cosa por encontrar novio: sé que no es un buen comienzo, que no una afirmación tan desesperada delata mi desesperación, y que me lleva a venderme barato, pero qué le voy a hacer si es lo cierto. Nunca he tenido novio, nunca he interesado a quien yo deseaba, y los únicos que se han acercado a mí me daban pena o me inspiraban indiferencia abierta. Aunque no se lo confiese a nadie, me avergüenza seguir siendo virgen a mi edad.
Hace unos años me gustó mucho un niño de mi clase: nos gustaba a casi todas, en realidad. Yo escribía su nombre junto al mío, entrelazaba nuestros apellidos..., las típicas tonterías de esa edad. La primera vez que me recuerdo llorando por algo ajena a mí misma fue por él. Le había dibujado una postal por su cumpleaños, a la que había dedicado mucho tiempo. Entonces dibujaba con mucha frecuencia. Imagino que me permitía escaparme, y que me ayudaba a olvidar los problemas que teníamos en casa. Mi madre acababa de descubrir que mi padre tenía un lío. Supongo que no sería la primera vez, pero en esta ocasión ella le pidió el divorcio. Mi padre le suplicó perdón, y, durante dos semanas en las que se evitaban, mi padre con expresión contrita, mi madre, con plena conciencia de gozar, por una vez en su vida, con cierto poder sobre él, pospuso la respuesta hasta extremos crueles. A veces, mi hermano y yo sentíamos ganas de gritarles que pararan ya, que de una vez rompieran la burbuja asfixiante que crecía y crecía bajo el techo de nuestra casa.
Pero, como todos saben, como yo misma sé, yo no he sido capaz de gritar en mi vida.
Mi madre le perdonó, pero negoció duramente sus condiciones y comenzó a trabajar a jornada completa, y a marcharse a congresos y encuentros, cosa que nunca había sucedido antes. Fue entonces cuando la abuela vino a vivir con nosotros, para que fueran dos las mujeres que pactaran frente al hombre de la casa y para que se ocupara de nosotros. A los niños ni se nos tuvo en cuenta, ni se nos explico nada. Lo supimos como se sabe todo: porque olvidan que tenemos ojos, oídos y capacidad para relacionar hechos.
Perdí todo respeto por mi padre, y gran parte del que mi madre me merecía. Entonces creía que me casaría muy joven, que me iría de casa en cuanto pudiera y que crearía, lejos de ellos, una casa distinta, una familia que permitiera enmendar sus errores. En cada uno de los trazos de la postal que le dibujé a aquel chico, yo había fijado mi cariño, mis esperanzas.
En el descanso de matemáticas me acerqué a él, muerta del sonrojo, para entregársela. El, sentado de espaldas a mí, se volvió con brusquedad al oírme llamarle, y me clavó el codo en la tripa. Me doblé del dolor, mientras mis compañeros se reían, y luego dejaban de hacerlo cuando vieron mi expresión. El se levanto, me dio dos besos, me agradeció el detalle. Se disculpó por su torpeza.
Cuando volví al grupo de mis amigas, encontré en ellas una extraña mueca de envidia.
—Cómo te gusta hacer teatro —dijo la que yo creía mi mejor amiga—. Es imposible que te haya dolido tanto, con la de grasa que tienes en esa zona.
Esas palabras martillearon en mi cabeza durante el resto del día. Esa noche me salté la cena con una excusa. Ante el espejo, me quité la blusa y me froté el vientre. Palpé la zona dolorida por el golpe, pellizqué la piel, intenté adivinar qué cantidad de grasa podía esconder. Inicié una dieta al día siguiente, y me juré no acercarme de nuevo a ese niño hasta que no perdiera peso.
Nunca me aproximé a él de nuevo: muy pronto me salté la dieta con un atracón. Llena de vergüenza, como si hubiera cometido un pecado mortal, me encontré tan mal que intenté vomitar. Para mi sorpresa, lo conseguí, y de nuevo me sentí en paz. Creí haber dado con el modo de comer sin que mi peso aumentara. Luego, ese monstruo abrió la boca y me engulló.
Hacía muchos años que no recordaba esos días. Me he entristecido. Llamo a Nina para abrazarla, y ella, sorprendida, gime bajito y acomoda su cabeza en mi hombro. Lloro por la maldad de aquella amiga, lloro como si sintiera de nuevo el codazo en mi vientre, por mi debilidad, por la niña que era yo entonces y que no supo defenderse, ni cuestionar las razones por las que me había sentido tan mal. Lloro por haber sido cobarde y por el silencio ante mis padres, furiosa con ellos por su preocupación egoísta con su matrimonio y sus infidelidades, cuando debíamos ser nosotros, los hijos, lo primero.
Lloro por la falta de comprensión de mi abuela, que me castigaba y me ridiculizaba en lugar de ser el consuelo que no encontraba en mis padres. Lloro por mi hermano, aunque no sé muy bien por qué. Por las frases que murieron en mis labios y que me habrían liberado, por la comida que se perdió por el inodoro y el dinero que gasté en ella, por todas las pequeñas vergüenzas que he arrostrado, por los errores de los médicos, primero, y del psicólogo, después.
Con las lágrimas sale la pena que no sentí por la enfermita que se suicidó, y el horror que me invadía cada vez que Amelia me mostraba un nuevo corte. Aflora el miedo a volverme loca y a que me trataran como tal, y el rencor hacia mis padres por haberme llevado al médico sin ni siquiera preguntarme lo que me ocurría, ni preguntarse qué les ocurría.
Lloro por cada vez que le he cerrado la puerta a Nina, y por las tardes con mis amigas que me he perdido porque me sentía gorda, o porque, tras probarme tres pantalones, me derrumbaba en la cama, desesperada, y luego corría a la nevera a devorar lo que fuera. Lloro por recordar mejor dónde podía esconderme para comer durante aquellas colonias de verano que los rostros de los amigos que hice. Por los cumpleaños a los que renuncié a asistir, porque creía que no sabría controlarme, por las fiestas en la piscina de mi prima a las que falté. Por aquella vida que no iba a regresar y que había desperdiciado minuto a minuto. Por aquellas punzadas de hambre que en realidad eran otra cosa, otro dolor, otra herida.
Y, en ese momento, rompo a gritar.
Me arrojo sobre la nevera cuando siento que no me comporto como los otros me piden. Pero lo hago antes de que los demás me pidan nada, con lo que ni siquiera tengo el consuelo de complacerlos. Siento tanto miedo a no complacerlos, a perder su atención o su respeto, que me olvido de mí misma. Me convierto en ellos. Me convierto en cosa. Me convierto en tantos que dejo de ser yo.
No sé quién soy yo. Me estoy entrenando para decir la verdad, en lugar de mentiras a medias para que me quieran. Una de las chicas de mi grupo, que viene una vez a la semana porque ha mejorado mucho, me ha preguntado cuándo fue la última vez que dije no a algo importante. Fui incapaz de responderle. No recuerdo haberme negado a nada, nunca. Me han construido otros: me ha formado la mirada de mi padre, y lo que él ha deseado para mí. Me he adaptado a lo que mi madre ha trazado para su familia, y he competido con mi hermano para transformarme en la hija perfecta. Sólo mi abuela ha sabido yerme tal y como soy, y me ha provocado para que continuara siéndolo, la vieja bruja. Durante muchos años he creído que quería ponerme en evidencia ante mi familia. Ahora pienso que quizá me he equivocado al juzgarla.
Tengo más tiempo, ahora que el curso ha finalizado, y no sé muy bien qué hacer con él: me asusta el simple pensamiento de mostrarme en bikini, y mis amigas casi no cuentan conmigo para sus planes. No las culpo: ha buscado excusas durante demasiado tiempo. De todas maneras, hace demasiado tiempo que me aburro con ellas. Prefiero quedarme en casa y ver películas. He comenzado a adelantar materia para el curso que viene.
He sacado buenas notas, pero el año que viene me demandará más, y quiero prepararme.
No sé en qué emplear mis ratos libres, porque todo lo que me gustaba hacer hace unos años se vio absorbido por la bulimia, y por el ejercicio, y por los estudios, y han destronado poco a poco aquello que me divertía: el cine. Las compras. ¿Cuándo se convirtió el irme a comprar ropa en una tortura? Me gustaba patinar, y no lo hacía mal. Recuerdo que me gustaba dibujar, y pintar, y hace cuatro años que mi padre bajó el caballete al sótano porque no lo usaba, y nos hacía tropezar a todos en la terraza.
De momento, cada día llamo a Nina, que acude con todo el entusiasmo del que es capaz su colita en movimiento, y me la llevo al parque. Es tan sociable, tan divertida, tan agresivamente cariñosa que no puedo menos que reírme con ella. Tiene un amigo pastor alemán, que le dobla el tamaño, y al que somete por completo. Su dueña, una mujer mayor, y yo nos sentamos a la sombra y los vemos correr, pelearse entre bromas, y les arrojamos sus pelotas. Luego regreso a casa, con Nina muy ufana, con su hueso de goma entre los dientes, y me doy cuenta de que hacía tiempo que era incapaz de salir a la calle y no comprarme algo para comer.
Ahora he vencido el pánico a dejar mi casa sin dinero en el bolsillo. Sólo meto en el bolso mi móvil, las llaves, juguetes para Nina y una revista que hojeo cuando me aburro.
Mientras veo alguna película, la perrita se duerme en mi regazo. Noto su peso, su calor, y aunque julio aprieta y llamea, me encanta sentirla junto a mí. Ella, en realidad, es muy similar a su pobre ama: desesperada por complacer y por arrancarme una caricia, tan dependiente de mí como lo soy yo de la atención y la complacencia ajena. Cuando observo a Nina me conozco mejor, y siento mucha lástima por mí misma. A veces, lloro sin causa, y luego me siento tranquila, con una calma que no me daban los ansiolíticos, cuando me los recetaron.
De la misma manera que lloro de nuevo, también me río más: no de la misma manera en la que lo hacía antes, en un esfuerzo por ocultar lo vacía que estaba mi alma.Me río porque encuentro algunas cosas divertidas, y otras, abiertamente desternillantes. Mi hermano, que es un payaso, comienza a decir tonterías, con el único fin de que me ría, hasta que comienzo a hipar. Entonces son los otros los que se ríen, y aunque esos ratitos duren poco, antes ni siquiera los compartíamos.
Sigo atracándome, aunque algo menos, y sigo vomitando, aunque menos, también. Ayer por la noche me comí un bocadillo de jamón y dos donuts, y luego me sentí tan culpable que bebí dos vasos de leche y fui al baño. Al cabo de media hora sentía hambre, esa compañera infatigable, que respira tan cerca de mi cuello. Encontré otro donut y una manzana, y en esta ocasión hice el esfuerzo consciente de no vomitar. Me costó mucho. Tendida en la cama, con las manos sobre el estómago, notaba cómo mi respiración elevaba y bajaba mi barriga, y me aseguraba que todo estaba bien, que todo estaba bien.
Me gustaría que esta etapa terrible pasara, pero cada vez soy más consciente de que necesitaré cambiar muchas cosas en mi vida, en mi mente, para recuperar la salud. Ya no quiero tumbarme y dormir durante los siguientes años. Ocurren demasiadas cosas cercanas de las que quiero ser testigo, en lugar de quedarme aparte, un testigo mudo, como lo he sido estos últimos cinco años. Ahora que he dejado de mirarme el ombligo y, a cambio, echo una ojeada tímida a mi alrededor, hay demasiados espacios que me disgustan.
No me gusta mi relación con mis padres, ni la presencia constante de mi abuela. Ya he hablado de mis amigas. No me gusta, como nunca me ha gustado, mi cuerpo, pero quizá mi cuerpo no sea lo único importante. O lo más importante.
Ha llegado un punto en el que me estoy planteando si escogí mi carrera porque era lo que deseaba o por contrariar a mi padre. No quiero que esas ideas acudan a mi mente con demasiada frecuencia: me faltan fuerzas para, de la noche a la mañana, reconocer que me he equivocado y empezar de cero otros estudios.
Daría cualquier cosa por encontrar novio: sé que no es un buen comienzo, que no una afirmación tan desesperada delata mi desesperación, y que me lleva a venderme barato, pero qué le voy a hacer si es lo cierto. Nunca he tenido novio, nunca he interesado a quien yo deseaba, y los únicos que se han acercado a mí me daban pena o me inspiraban indiferencia abierta. Aunque no se lo confiese a nadie, me avergüenza seguir siendo virgen a mi edad.
Hace unos años me gustó mucho un niño de mi clase: nos gustaba a casi todas, en realidad. Yo escribía su nombre junto al mío, entrelazaba nuestros apellidos..., las típicas tonterías de esa edad. La primera vez que me recuerdo llorando por algo ajena a mí misma fue por él. Le había dibujado una postal por su cumpleaños, a la que había dedicado mucho tiempo. Entonces dibujaba con mucha frecuencia. Imagino que me permitía escaparme, y que me ayudaba a olvidar los problemas que teníamos en casa. Mi madre acababa de descubrir que mi padre tenía un lío. Supongo que no sería la primera vez, pero en esta ocasión ella le pidió el divorcio. Mi padre le suplicó perdón, y, durante dos semanas en las que se evitaban, mi padre con expresión contrita, mi madre, con plena conciencia de gozar, por una vez en su vida, con cierto poder sobre él, pospuso la respuesta hasta extremos crueles. A veces, mi hermano y yo sentíamos ganas de gritarles que pararan ya, que de una vez rompieran la burbuja asfixiante que crecía y crecía bajo el techo de nuestra casa.
Pero, como todos saben, como yo misma sé, yo no he sido capaz de gritar en mi vida.
Mi madre le perdonó, pero negoció duramente sus condiciones y comenzó a trabajar a jornada completa, y a marcharse a congresos y encuentros, cosa que nunca había sucedido antes. Fue entonces cuando la abuela vino a vivir con nosotros, para que fueran dos las mujeres que pactaran frente al hombre de la casa y para que se ocupara de nosotros. A los niños ni se nos tuvo en cuenta, ni se nos explico nada. Lo supimos como se sabe todo: porque olvidan que tenemos ojos, oídos y capacidad para relacionar hechos.
Perdí todo respeto por mi padre, y gran parte del que mi madre me merecía. Entonces creía que me casaría muy joven, que me iría de casa en cuanto pudiera y que crearía, lejos de ellos, una casa distinta, una familia que permitiera enmendar sus errores. En cada uno de los trazos de la postal que le dibujé a aquel chico, yo había fijado mi cariño, mis esperanzas.
En el descanso de matemáticas me acerqué a él, muerta del sonrojo, para entregársela. El, sentado de espaldas a mí, se volvió con brusquedad al oírme llamarle, y me clavó el codo en la tripa. Me doblé del dolor, mientras mis compañeros se reían, y luego dejaban de hacerlo cuando vieron mi expresión. El se levanto, me dio dos besos, me agradeció el detalle. Se disculpó por su torpeza.
Cuando volví al grupo de mis amigas, encontré en ellas una extraña mueca de envidia.
—Cómo te gusta hacer teatro —dijo la que yo creía mi mejor amiga—. Es imposible que te haya dolido tanto, con la de grasa que tienes en esa zona.
Esas palabras martillearon en mi cabeza durante el resto del día. Esa noche me salté la cena con una excusa. Ante el espejo, me quité la blusa y me froté el vientre. Palpé la zona dolorida por el golpe, pellizqué la piel, intenté adivinar qué cantidad de grasa podía esconder. Inicié una dieta al día siguiente, y me juré no acercarme de nuevo a ese niño hasta que no perdiera peso.
Nunca me aproximé a él de nuevo: muy pronto me salté la dieta con un atracón. Llena de vergüenza, como si hubiera cometido un pecado mortal, me encontré tan mal que intenté vomitar. Para mi sorpresa, lo conseguí, y de nuevo me sentí en paz. Creí haber dado con el modo de comer sin que mi peso aumentara. Luego, ese monstruo abrió la boca y me engulló.
Hacía muchos años que no recordaba esos días. Me he entristecido. Llamo a Nina para abrazarla, y ella, sorprendida, gime bajito y acomoda su cabeza en mi hombro. Lloro por la maldad de aquella amiga, lloro como si sintiera de nuevo el codazo en mi vientre, por mi debilidad, por la niña que era yo entonces y que no supo defenderse, ni cuestionar las razones por las que me había sentido tan mal. Lloro por haber sido cobarde y por el silencio ante mis padres, furiosa con ellos por su preocupación egoísta con su matrimonio y sus infidelidades, cuando debíamos ser nosotros, los hijos, lo primero.
Lloro por la falta de comprensión de mi abuela, que me castigaba y me ridiculizaba en lugar de ser el consuelo que no encontraba en mis padres. Lloro por mi hermano, aunque no sé muy bien por qué. Por las frases que murieron en mis labios y que me habrían liberado, por la comida que se perdió por el inodoro y el dinero que gasté en ella, por todas las pequeñas vergüenzas que he arrostrado, por los errores de los médicos, primero, y del psicólogo, después.
Con las lágrimas sale la pena que no sentí por la enfermita que se suicidó, y el horror que me invadía cada vez que Amelia me mostraba un nuevo corte. Aflora el miedo a volverme loca y a que me trataran como tal, y el rencor hacia mis padres por haberme llevado al médico sin ni siquiera preguntarme lo que me ocurría, ni preguntarse qué les ocurría.
Lloro por cada vez que le he cerrado la puerta a Nina, y por las tardes con mis amigas que me he perdido porque me sentía gorda, o porque, tras probarme tres pantalones, me derrumbaba en la cama, desesperada, y luego corría a la nevera a devorar lo que fuera. Lloro por recordar mejor dónde podía esconderme para comer durante aquellas colonias de verano que los rostros de los amigos que hice. Por los cumpleaños a los que renuncié a asistir, porque creía que no sabría controlarme, por las fiestas en la piscina de mi prima a las que falté. Por aquella vida que no iba a regresar y que había desperdiciado minuto a minuto. Por aquellas punzadas de hambre que en realidad eran otra cosa, otro dolor, otra herida.
Y, en ese momento, rompo a gritar.
La herida oculta, Principal de los libros, Barcelona, 2010, pp. 143-451.
0 comments:
Publicar un comentario