SI SE PIERDEN LAS FORMAS ESTAMOS PERDIDOS
Me despedí de mi chófer con la deferencia habitual.
A un caballero no debe importarle la igualdad social, ni oponerse ni contribuir a ella. Estamos muy al margen de esta cuestión; hasta podemos llegar a incurrir en la ficción de que tal igualdad ha sobrevenido, y tratar a todo el mundo como si fueran nuestros iguales.
Pasé por la biblioteca, y con el segundo tomo de Madame Sévigné bajo el brazo me encaminé al piso superior.
Entré en el dormitorio. Clara Esther dormía; la luz de la lámpara de la mesilla bañaba sus hermosas y nobles facciones. Así dormida tenía un aire de familia, los Rougert Descons, antigua nobleza, aunque de su antigüedad yo siempre guardé alguna duda.
La belleza de Clara Esther hacía resaltar la del sobrio mobiliario, de caoba de Port-Fleury. Me pareció que estaba un poco cargado el ambiente; atravesé la espaciosa estancia y abrí el balcón de par en par. Respiré hondamente y contemplé el aspecto fantasmal que la luz de la luna conferia a los enebros del parque.
Un leve rumor vino a interrumpir mis meditaciones; volví la cabeza y descubrí tras las cortinas a un caballero.
Parecía estar muy nervioso, pero yo no tenía nada contra él.
La obligación de todo caballero es tratar de conseguir las mujeres de los demás caballeros, al igual que la de todo prisionero es fugarse. La obligación de toda señora es guardar el honor de su matrimonio. No era aquel el mejor momento para intentar resolver esta aparente contradicción.
Hay una sola manera de recuperar el honor. Me dirigí a la mesilla; allí, quería recordar, guardaba un arma de fuego.
Abrí silenciosamente el cajón superior; no la encontré. Me arrodillé para buscar en los otros cajones. En ese momento vi el pie de un caballero que yacía bajo la cama.
No hice ningún ademán de extrañeza; no son gestos propios de caballeros, y, por otra parte, no sabía si el caballero de la cortina conocía la existencia de este otro o viceversa. Tratándose de asuntos tan delicados toda discreción es poca.
Decididamente, el arma no estaba en la mesilla; quizás en el armario. Abrí cuidadosamente una de sus puertas y, tal como me temía, había allí otro caballero. Desistí de seguir buscando el arma; dado lo concurrido que parecía estar el dormitorio aquella noche, me pareció que los estampidos podrían causar innecesarios sobresaltos. Las manifestaciones ruidosas, por otra parte, suelen desvirtuar y hasta hacer desaparecer el dramatismo que muchas situaciones encierran.
Lo mejor para todos, concluí, era el estrangulamiento de aquella desdichada. Resuelto a ello avancé hacia la cama.
Clara Esther advirtió mi decisión, bien porque se despertara en ese momento o, más probablemente, porque había estado todo el rato fingiendo que dormía. Introdujo los dedos índices de ambas manos en su boca y emitió un corto y penetrante silbido.
La verdad es que, objetivamente, aquel gesto era bastante vulgar, pero uno siempre está dispuesto a disculpar las actividades incursas en la ordinariez de aquellas personas que le están muy allegadas; tal vez para disculpar nuestra ceguera cuando elegimos su compañía, o para desvincularnos del proceso de su degeneración posterior.
El silbido fue una señal; me vi aferrado por incontables manos y levantado del suelo.
Si hay algo que es innato en un caballero y que se revela espontáneamente sea mucha o poca la práctica en ello es el saber perder.
A un caballero no debe importarle la igualdad social, ni oponerse ni contribuir a ella. Estamos muy al margen de esta cuestión; hasta podemos llegar a incurrir en la ficción de que tal igualdad ha sobrevenido, y tratar a todo el mundo como si fueran nuestros iguales.
Pasé por la biblioteca, y con el segundo tomo de Madame Sévigné bajo el brazo me encaminé al piso superior.
Entré en el dormitorio. Clara Esther dormía; la luz de la lámpara de la mesilla bañaba sus hermosas y nobles facciones. Así dormida tenía un aire de familia, los Rougert Descons, antigua nobleza, aunque de su antigüedad yo siempre guardé alguna duda.
La belleza de Clara Esther hacía resaltar la del sobrio mobiliario, de caoba de Port-Fleury. Me pareció que estaba un poco cargado el ambiente; atravesé la espaciosa estancia y abrí el balcón de par en par. Respiré hondamente y contemplé el aspecto fantasmal que la luz de la luna conferia a los enebros del parque.
Un leve rumor vino a interrumpir mis meditaciones; volví la cabeza y descubrí tras las cortinas a un caballero.
Parecía estar muy nervioso, pero yo no tenía nada contra él.
La obligación de todo caballero es tratar de conseguir las mujeres de los demás caballeros, al igual que la de todo prisionero es fugarse. La obligación de toda señora es guardar el honor de su matrimonio. No era aquel el mejor momento para intentar resolver esta aparente contradicción.
Hay una sola manera de recuperar el honor. Me dirigí a la mesilla; allí, quería recordar, guardaba un arma de fuego.
Abrí silenciosamente el cajón superior; no la encontré. Me arrodillé para buscar en los otros cajones. En ese momento vi el pie de un caballero que yacía bajo la cama.
No hice ningún ademán de extrañeza; no son gestos propios de caballeros, y, por otra parte, no sabía si el caballero de la cortina conocía la existencia de este otro o viceversa. Tratándose de asuntos tan delicados toda discreción es poca.
Decididamente, el arma no estaba en la mesilla; quizás en el armario. Abrí cuidadosamente una de sus puertas y, tal como me temía, había allí otro caballero. Desistí de seguir buscando el arma; dado lo concurrido que parecía estar el dormitorio aquella noche, me pareció que los estampidos podrían causar innecesarios sobresaltos. Las manifestaciones ruidosas, por otra parte, suelen desvirtuar y hasta hacer desaparecer el dramatismo que muchas situaciones encierran.
Lo mejor para todos, concluí, era el estrangulamiento de aquella desdichada. Resuelto a ello avancé hacia la cama.
Clara Esther advirtió mi decisión, bien porque se despertara en ese momento o, más probablemente, porque había estado todo el rato fingiendo que dormía. Introdujo los dedos índices de ambas manos en su boca y emitió un corto y penetrante silbido.
La verdad es que, objetivamente, aquel gesto era bastante vulgar, pero uno siempre está dispuesto a disculpar las actividades incursas en la ordinariez de aquellas personas que le están muy allegadas; tal vez para disculpar nuestra ceguera cuando elegimos su compañía, o para desvincularnos del proceso de su degeneración posterior.
El silbido fue una señal; me vi aferrado por incontables manos y levantado del suelo.
Si hay algo que es innato en un caballero y que se revela espontáneamente sea mucha o poca la práctica en ello es el saber perder.
ALBERTO ESCUDERO, La Piedra Simpson, Alfaguara, Madrid, 1987, páginas 113-115.
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