miércoles, 11 de mayo de 2011

HAMBRE [01], Espido Freire


11 de mayo

   Puede empezar de cualquier manera, en cualquier lugar. A veces, tras una discusión con mi hermano, en la que mi madre se inclina y muestra aprobación, con gestos sutiles pero inequívocos, por su causa. A veces, un anuncio en la televisión, en el que una modelo de mi edad agita su melena, mientras yo continúo en este sofá, en esta ciudad, sin haber logrado nada de lo que deseaba cuando era una niña. A veces, una mirada de deseo destinada a mi mejor amiga, por la calle, un desconocido, que me salta, sin reparar en mí, como si los ojos sólo se sintieran atraídos por el hierro, y yo no fuera más que chatarra.
   Cualquier cosa puede iniciarlo, y en ese momento ya no encuentro la manera de parar. Con pasos de pluma, a oscuras entro en la cocina. La luz del interior de la nevera deja un halo a mis pies que debo disimular para que no alerte a mi familia. Por la rendija entreabierta, mi mano busca comida. Incluso con los ojos cerrados podría adivinar dónde está la mantequilla, los yogures, la mermelada, el pan rajado en rebanadas esponjosas y blanquísimas.
   Mientras aprieto mi botín escondido contra el cuerpo, huyo. Me escondo en mi cuarto, un territorio estrictamente vedado a mi hermano. Corro el cerrojo del baño y allí, sentada sobre la taza, como. Lo hago sin la delicadeza que muestro en la mesa: soy una chica bien educada, y mi familia considera esenciales los buenos modos durante las comidas. A solas, en cambio, la urgencia me impide tantas pamplinas. Además, correría un nuevo riesgo si escamoteara los cubiertos adecuados, y un tercero al reintegrarlos a su cajón. Por lo tanto, me he acostumbrado a apretar los yogures en el punto justo para que el vaso de plástico se vacíe de un golpe, a generar una cámara de aire artificial de un movimiento. He aprendido a comer las latas de atún, de berberechos, de paté, empleando la tapa como cuchara, y lo he hecho con tanta habilidad que nunca me he cortado.
   Luego, llega el vómito.
   Eso es lo mejor de que los atracones me encuentren  en casa. Conozco la potencia del chorro de agua de los tres baños, el ruido exacto, el contenido de comida digerida que pueden absorber sin atascarse.
   Lo aprendí de manera dolorosa.., y tras un atasco épico. Había comido casi un puchero entero de marrones, con carne picada, y luego media docena de donuts, y el inodoro decidió estropearse. Busqué con desesperación un desatascador por toda la casa. Por suerte, mi madre estaba de viaje, y mi padre no regresaría con mi hermano hasta un par de horas más tarde. Eran las ocho de la tarde, y ya no pasaban autobuses hacia el centro comercial. Corrí escaleras abajo, atravesé el jardín y le pedí al vecino que me prestara un desatascador. Me miró con cierto estupor y luego se asomó de nuevo a la puerta con esa campana de goma que me podía salvar o condenarme. Bombeé coma una loca, mientras los pedacitos de comida flotaban, la harina de la pasta casi deshecha, en la superficie.  Por fin, una succión imprevista, como si un gigante sorbiera sus propias lágrimas, se tragó todo aquello. Me senté en el suelo del baño, al borde del llanto, Porque me había sentido muy cerca del desastre. Desde entonces, medí mejor qué podía comer y a qué intervalos debía ir al baño a vomitar.
   Nunca gozo de esa seguridad cuando como fuera, aunque la parte positiva es que no debo ocultarme, ni robar comida de esa manera. Incluso los baños de la facultad, tan conocidos, no me ofrecen confianza. Algunos no tienen escobilla y no puedo limpiar la taza como debo. Muchos de ellos están abiertos por arriba, y también por debajo, y eso me ha obligado a vomitar en silencio, como si apenas suspirara y a estudiar mi postura: si el hueco en la base de la puerta es demasiado ancho, he de aguardar a que nadie más comparta el baño. Desde el exterior, cualquiera vería que mis pies apuntan hacia la taza, y no en dirección opuesta, y eso me delataría. Contra el olor hay poco que hacer. En el bolso llevo siempre mi perfume, un ambientador diminuto, que debo recargar cada noche, y una botellita de elixir bucal.
   Lo peor llega después, cuando me miro en el espejo del baño. Si estuviera en mi mano, eliminaría todos y cada uno de los espejos en los baños de este mundo, con especial inquina si se encuentran mal iluminados. Ese cristal me muestra los ojos rojos, el rostro congestionado. Me devuelve, sobre todo, la realidad de mi horroroso cuerpo, mi gordo, fofo, despreciable, rebelde cuerpo. Soy una foca, una vaca, una montaña de grasa.
   Tengo diecinueve años, mido uno sesenta y cinco y peso cincuenta y cinco asquerosos, odiados kilos. Mi nombre no importa.
   No se me escapa el que mi familia sufre por mi culpa.
Ni soy tan ingenua como para no anunciar que también yo sufro por culpa de ellos. Mi madre, esbelta, inteligente, enfermera, se siente íntimamente agraviada por la enfermedad de una hija que la desafía en su terreno profesional. Haría lo que fuera por que todo esto pasara ya, pero mientras tanto, guerrea conmigo, me riñe por cualquier cosa, y apenas me deja respirar. Mi padre, a quien en realidad no conozco, me dejaría morir antes que abandonar su posición de poli bueno. Nunca nos ha puesto el menor límite, pero, al mismo tiempo, sabemos perfectamente qué es lo que le decepciona y lo que no le gusta. En mi caso, no le gusta nada de lo que hago, de lo que pienso o de lo que deseo. Sin embargo, apenas hay roces con él, porque mantengo mis buenas notas.
   Tampoco él me Conoce. No sé cuándo decidió que yo era como él deseaba. Creó una hija perfecta, una mirada complaciente sobre su familia y su estatus, y me modeló hasta que encajé. Lo sé porque se ha comportado de manera similar con mi madre, que a todo dice que sí y luego hace lo que le viene en gana. El se considera el señor de la casa, y ella ha encontrado su espacio. Apenas se hablan, y se comportan en público con una hipocresía repulsiva. A menudo siento ganas de gritar en las comidas familiares, de romper esta armadura rígida que nos cubre. Mi padre sería más feliz con una mujer más dócil y que le dedicara más tiempo; mi madre se convertiría en otra mujer si se divorciara; y mi abuela, y con ella, todos que la rodean, estaría mejor muerta.
   Mi hermano es un imbécil, un quejica consentido, a cuya futura mujer compadezco. Me saca de mis casillas con su presencia. Entiende a mis padres mejor que yo, entiende las normas sociales mejor que yo, y con su atractivo, con su superficialidad y su profunda mediocridad en todo, está destinado a ser más feliz de lo que yo nunca seré. Quedan en la lista mi abuela paterna, una bruja exigente, flaca y arisca; y mi perrita Nina, a la que no trato todo lo bien que debiera. A veces la pobre paga por mi mal humor; y la encierro fuera de mi cuarto.Cuando escucho sus patas zapando contra la puerta, me calmo. Al menos, alguien desea estar conmigo.
   A mi alrededor nadie parece compartir esa sensación. Mis padres me rehuyen. Mis amigas lo son porque, después de tantos años, no les queda otro remedio.Mis compañeros de clase me rodean porque no encontrarán mejores apuntes que los míos. No tengo novio.Hasta mi psicólogo me escucha porque le pagan por ello.
   Cualquier cosa puede iniciar el atracón. Antes no lo sabía. Ahora me doy cuenta de que apenas soy capaz de resistir el dolor psicológico. Una mala mirada de un profesor me cubre de culpa, me tiene en vilo acerca de mis notas hasta que llegan los exámenes y me obliga a esforzarme más, a sonreír cada vez que se acerca, a redoblar mis deberes y mis trabajos. Una frase hiriente de una de mis amigas me lleva a llorar, primero, y a humillarme ante ella, después, a seguirle la corriente y a temer que deje de ser mi amiga. Me desprecio por mi debilidad. Querría que me dejaran en paz, o encerrarme en mi cuarto y dormir años enteros. Ojalá fuera de nuevo una niña. Si hubiera sabido lo duro que era crecer, nunca lo habría hecho: no habría cumplido los quince años.
   Pienso mucho en ello. Quizá aún esté a tiempo. Nada me indica que mi vida logre una mejoría en los próximos años, y si encontrara una manera adecuada y poco dolorosa de matarme, lo haría. A menudo fantaseo con cortarme las venas, pero lo hago como una evasión: a diferencia de otras chicas, nunca me he herido a mí misma. Carezco de valor. Soy casi tan cobardica para el dolor físico como para el dolor emocional. Amelia, una de las chicas, que mostraba un mapa impresionante de cicatrices  en los brazos y en los muslos, me contaba que el alivio que sentía era inmediato. Le bastaba con cortarse  para cerrar los ojos y relajarse. Yo admiraba esa mente en blanco, esa manera tan sencilla para conseguir que el mundo desapareciera y que la mente se adormeciera.
   Otra de las chicas del grupo sí se mató. Se tiró por una ventana. Yo sería incapaz de algo así. Era una niña menudita, muy callada. O, al menos, la más silenciosa de nosotras. El psicólogo y la nutricionista hablaban con cierto optimismo de ella. Nosotras veíamos que no mejoraba, que se retraía. No nos inspiraba demasiadas simpatías. Había sufrido dos ingresos, sabía más que nosotras de tratamientos y de cómo torear a los médicos. Una tarde regresó a casa del instituto, le dijo a su madre que se iba a hacer los deberes, abrió la puerta del balcón y se lanzó desde un sexto piso. A las chicas del grupo nos lo ocultaron, porque temían que la imitáramos, pero nos enteramos de igual modo: enmudecimos. Qué cosa tan terrible..., pero al mismo tiempo, para ella se acabó.
   El psicólogo dijo que había sido un grito de auxilio. No estoy de acuerdo. Pobrecilla... De nada le sirvió su grito. Además, nadie se mata para llamar la atención.Puede que lo intentara, un amago, pastillas, puede, pero si quisiera pedir ayuda, nunca se habría tirado de un sexto piso. Esa niña sabía perfectamente que iba a morir, y saltó decidida a matarse.
   Yo, en cambio, nunca he sido capaz de gritarle a nadie lo que pienso: en realidad, nunca he sido capaz de gritar en absoluto. Ni para pedir auxilio, ni para exigir lo que quiero. A veces, el grito que contengo frente a algunas de las ocurrencias de mi abuela se me muere dentro, y noto que poco a poco me pudre por dentro. En mi casa, la norma es el silencio. Silencio entre mis padres, silencio cuando hacemos las tareas. Los únicos castigos que ha recibido la pobre Nina ha sido por aullar. La televisión se ve entre susurros, con muy poco volumen. La primera vez que me emborraché fue en un parque, con mis amigas, y mientras que a algunos les da por llorar, o por decir tonterías, yo comencé a gritar. Grité, chillé tanto que al día siguiente tenía la garganta hinchada, y la voz ronca. Ojalá pudiera hacer algo así en mi casa, alguna vez. Sentarme en el sillón de la sala y berrear, hasta que a mi madre le diera un ataque pensando en qué se imaginarían los vecinos.
   Ese grito sólo se acalla con comida. Exige comida, como un dios pagano en un altar exigiría vacas, corderos, palomas en sacrificio. Mi grito acallado demanda cualquier cosa que pueda comerse. Chorizo, por ejemplo, o helado, o cereales con leche, o chocolate, o paella.Cualquier alimento. Siento hambre. Siempre tengo hambre, antes o después de comer. Incluso mientras me lleno la boca de azúcar, el hambre me araña las tripas, y no me permite pensar en nada que no sea comer, comer, comer.
   Comer.
   Vomitar.
   Hacer ejercicio.
   Nunca, nunca, un minuto de satisfacción.

La herida oculta, Principal de los libros, Barcelona, 2010, pp. 143-451.