DIAGNÓSTICO
Nada anunció lo que habría de suceder. O eso creyó. Si hubiera estado atento a sus mínimas deflagraciones internas, quizá hubiese advertido el significado de los síntomas: el decaimiento a media tarde, la acedia nerviosa, la sudoración nocturna... Pero ignoró los informes de inteligencia corporal. No supo prever que en su interior se preparaba un estallido revolucionario. Todo comenzó con un amago de manifestación a la altura del esófago que fue reprimido por una brigada de glóbulos blancos. No se hicieron prisioneros. A los dos días, se confirmó que una célula suicida había tratado de obstruir el páncreas. Aumentó el número de toxinas y hasta el sistema inmunológico llegaron los rumores de la revuelta. Golpe de mano se sucedieron en distintas áreas del cuerpo; lo mismo se declaraba una hemorragia en la nariz con su escándalo de banderas manchando la almohada, como se desataba la turbamulta de una jaqueca a golpe de tambor. Se declaró el estado de excepción desde es esternón hasta las extremidades inferiores. Las fuerzas rebeldes plantaron cara a los hematíes en la llanura abdominal. Las bajas fueron numerosas en ambos lados, y tras el combate el hígado adquirió un tono vino clareado por la luz carmesí del atardecer. Se hizo la calma en el campo de batalla, pero el estado de la postración sólo fue el preludio de la última y definitiva ofensiva multiorgánica. Amparados bajo la cobertura de una noche febril y de malos presagios, los rebeldes tomaron al asalto el torrente sanguíneo. Se hicieron fuertes en la arboleda pulmonar y allí formaron un gobierno provisional. Declararon los nuevos principios revolucionarios e iniciaron una larga marcha desde el esófago a las circunvalaciones cerebrales. El genocidio neuronal fue sistemático. Cuando la temperatura corporal descendió bruscamente, colapsado y cerúleo como una momia soviética sobre la camilla de la sala de urgencias, comprendió que era el momento de partir al exilio.
JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, pp. 155-156.
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