PESO PERFECTO
Una noche de junio tuve sueños intranquilos: era un gordo irresponsable, tocado con una bufanda de color marfil. Yo, que siempre he tenido el peso perfecto, me atiborraba de cajas de donuts de chocolate y litros de yogurt líquido. Era una vida difícil, asediado por los triglicéridos y el colesterol. Una noche me acostaba sudoroso y soñaba que era un hombre ínfimo, algo menos de metro y medio. Mis costillas y mis huesos parecían más numerosos que los del resto de los bañistas. Para el almuerzo me conformaba con una lata de atún y por la noche me bastaba con fumarme varios cigarros. Dormía poco y casi siempre el alba llegaba antes de la primera cabezada. En ella soñaba que era inmensamente gordo y que pasaba la vida dormitando en un sillón, soñando que era inmensamente flaco y me agarraba a las farolas para no ser vilipendiado por el viento y llegaba exhausto a casa para soñar que me aproximaba a las dos centenas de kilos y me traían a la cama las cajas de comida italiana y las tabletas de chocolate. Y al dormir me veía en otra cama, rodeado de tubos de plástico, incapaz de mover un hueso y respirando lo menos posible. Un sueño tras otro fui tensando la cuerda por uno y otro extremo, más y más...
Hasta que desperté.
De nuevo tengo el peso perfecto, el índice de mi mano adelantado hacia los paseantes y una novia con peluca rubia, embellecida con mechas. Vestimos a la moda y somos felices, sólo que, a veces, el calor de las tardes veraniegas choca contra el escaparate y recalienta demasiado nuestros cuerpos de plástico y látex.
Hasta que desperté.
De nuevo tengo el peso perfecto, el índice de mi mano adelantado hacia los paseantes y una novia con peluca rubia, embellecida con mechas. Vestimos a la moda y somos felices, sólo que, a veces, el calor de las tardes veraniegas choca contra el escaparate y recalienta demasiado nuestros cuerpos de plástico y látex.
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