BRUCBECK
Miles Davis, Gillespie, Roy Eldridge, Don Ellis, Chet Baker, son algunas de las trompetas que me raptan del tiempo exterior y me adentran, siempre por la puerta de atrás, en el ritmo interior del corazón. Sin embargo en otoño, cuando las luces se derrotan en el horizonte, prefiero seguir siéndole fiel a la trompeta de Dewey Jackson. El Free Boy of Colour del Tremé de Nueva Orleans que empezó a los siete años, en el Pete Lala’s Café manteniéndole el brillo melancólico al instrumento de Freddie Keppard. Un curioso comienzo, el de elegir a un solista sin porvenir de estrella para aprender y llegar a ser uno de los mejores secundarios del jazz. Logro que, por otra parte, nunca persiguió el hombre que transmitió con la trompeta la llama negra del jazz.
Nadie como Dewey Jackson ha personalizado en el jazz la fuga musical, lasoledad del creador que se debate entre los desarreglos de una realidad seca, dispuesta siempre al choque, y una liberadora ficción cuyos límites alberga la misma inquietante realidad. De ese cruce, entre lo dolorosamente íntimo y lo conmovedoramente lírico, nacía su talento para sentir la música y convertirla en un sendero por el que cualquiera podía fugarse a otro tiempo de sí mismo. Un estilo que apuntaba ya en sus comienzos, con las interpretaciones del blues soñador y del swing con el que parecía invocar a los espíritus, y que fue enriqueciéndose durante los años en los que Dewey Jackson anduvo con la orquesta de Sam Wooding para enrolarse más tarde en la banda de Eariy Roland, esquinando siempre su posición entre los compañeros, con su aspecto de elegancia flaca, la mirada furtiva que solía mirar primero al público y vigilar los rostros que solamente él sabía que elegía y por qué. Sólo entonces enfrentaba la trompeta suavemente, y la dejaba acomodarse al ritmo, al drive que él le imponía sin forzar la evolución, logrando que su música fuese un mapa por el que viajar.
Blue Party, Luther Boy, Blue Jefferson Blue, son algunos de los temas que este secundario expresionista convirtió en clásicos que le permitieron relacionarse con Giliespie, Lester Young, Eldridge y otros músicos como el pianista Ralph Burns. Todos ellos coincidieron en su definición de Jackson como un tipo excéntrico, que apenas mostraba rasgos afectivos hacia los demás y que parecía transitar por la música como si fuera una calle cualquiera de la vida.
La persona más importante en la evolución de Jackson fue, de inesperada y efímera manera, la cantante Ida Cox. Ella lo había visto tocar en el Tiffany Club y hacía tiempo que escuchaba hablar bien de aquel trompetista de largo suspiro, con amplio dominio de los tonos y de quien decían que su madre había sido una trompeta y su padre el latido nocturno del asfalto. Durante una jam session en la casa de Charlie Shaves, donde se encontraba Ida Cox, Jackson se presentó con los ojos embriagados de reflejos darkbrown y el viejo sombrero del que siempre parecía gotear la lluvia. Sin mediar más palabras, después de los correspondientes saludos, apoyó su esquivo silencio en una pared y aguardó el momento propicio para sacar afuera su melancolía interior. En ese instante comenzó a tocar la trompeta y la progresión dramática de su balada fue desvelándoles a todos lo que ocultaban en su corazón, hasta que sus ingrávidos dedos dejaron de acariciar el alma del instrumento que al terminar colocaba en el bolsillo de su vieja gabardina. Aquel encuentro le bastó a Ida Cox para decidir que fuese Dewey Jackson quien la acompañase junto a Man Lou Williams al piano, con motivo de un concierto en Detroit.
Esa noche, en la que estrenaba una brucbeck dorada que la cantanle le había regalado, fue la noche en la que Dewey Jackson sorprendió al público y a las dos estrellas del jazz, con la creación de When Sue Wears Red. Composición delicada que inició cuando el monólogo del piano le brindó la penumbra perfecta, para que su vida se hiciese cuerpo en sus labios cambiando de tensión y de viento. Había luna llena entre su trompeta y aquella misteriosa intimidad del vértigo con el que modulaba los tempos y la respiración emocional del público. Hasta que viró la trompeta hacia Ida Cox y ella, elegante, ágil e inspirada, engarzó su voz a la melodía con el célebre final de "quién no teme perder lo que ama".
Las leyendas, con las que el jazz se alimenta a sí mismo, dicen que un mes después de grabar con Ida Cox y Mari Lou Williams en la sede de Capitol Records, Dewey Jackson desapareció en un mercancías, dirección Memphis. En cualquier caso, de esa época oscura sobre su errante itinerario profesional no se conocen demasiados datos verosímiles, exceptuando la grabación de su último tema conocido, Winter City, junto a Sonny Miller, ya que su figura y su vida se ven rodeadas de períodos vacíos y versiones confusas. Unas afirman que el trompetista alternó temporadas de adicción al alcohol, otras aseguraban haberle visto tocar en la esquina con Delmar y Taylor de Saint Louis, con el aspecto de un vagabundo empapado de mortecinos paisajes. Pero también existen informaciones acerca de sus esporádicas pero brillantes actuaciones enjam sessions con Eldridge, Lucky Thompson y otras figuras del bebop. Lo cierto es que Dewey Jackson mantuvo su aureola de faker malabarista con el wa-wa y esa forma suya de fugarse de la vida con música. Del final de eaa misma etapa, cerrada con su muerte en una calle de Chicago a causa de un infarto, nace la historia secundaria de este bohemio trompetista secundario. Una hisioria probablemente falsa, pero que sin embargo todos los implicados en ella contribuyeron a vivificar la bella ambigüedad de su misterio. El que propagó el relato que hizo Don Ellis, al contar en una entrevista, después de su concierto en el Shivine Auditorium de Los Angeles, que uno de sus temas lo había interpretado con la dorada brucbeck de Dewey Jackson, la cual tendría que pasarle al siguiente trompetista de una lista que Jackson llevaba en el bolsillo de la chaqueta, la misma noche en la que la muerte le cerró la música de su huida.
La prensa de esos años gustó de hilvanar la historia, jugando con la complicidad de otros trompetistas como Chet Baker y el mismo Miles Davis, entre otros muchos que contribuyeron a propagarla. De cualquier modo, el famoso día en el que Chet Baker sedujo a todos con el famoso Let’s get lost, el trompetista de los labios amargos afirmó en una entrevista posterior, a la revista Down Beat, que aquella pieza la había tocado con una cicatrizada brucbeck que alguien le había destinado, dejándosela en su habitación de paso en un hotel de Nashville. Más adelante, interrogado por su azarosa vida, Baker respondió: "...como decía Dewey Jackson, cuando juegas contra la vida, aunque tengas buena mano, es difícil saber quién está ganando".
En otoño, cuando las luces se derrotan en el horizonte, me gusta recibir la noche caminando a la deriva por los barrios outsiders de la ciudad. Me basta una gabardina, un cálido cigarrillo contra la brisa fría y unos zapatos que no dejen huella, mientras los coches dejan a su paso un viento amarillo y algo de ceniza sobre la plata gris del asfalto. Sin rumbo concreto, camino contra el tiempo, escuchando esa misteriosa voz de la ciudad, hablándose a sí misma y a sus fantasmas,. Tal y como seguramente Dewey Jackson la descubrió para convertirla en esaq música que me abre la melodía perfecta para la fuga. La que algún día lograré, si es que soy yo quien encuentra antes esa esa vieja brucbeck dorada que está esperando, en cualquier parte, a un hombre con la fuerza necesaria para vivir otras vidas.
Nadie como Dewey Jackson ha personalizado en el jazz la fuga musical, lasoledad del creador que se debate entre los desarreglos de una realidad seca, dispuesta siempre al choque, y una liberadora ficción cuyos límites alberga la misma inquietante realidad. De ese cruce, entre lo dolorosamente íntimo y lo conmovedoramente lírico, nacía su talento para sentir la música y convertirla en un sendero por el que cualquiera podía fugarse a otro tiempo de sí mismo. Un estilo que apuntaba ya en sus comienzos, con las interpretaciones del blues soñador y del swing con el que parecía invocar a los espíritus, y que fue enriqueciéndose durante los años en los que Dewey Jackson anduvo con la orquesta de Sam Wooding para enrolarse más tarde en la banda de Eariy Roland, esquinando siempre su posición entre los compañeros, con su aspecto de elegancia flaca, la mirada furtiva que solía mirar primero al público y vigilar los rostros que solamente él sabía que elegía y por qué. Sólo entonces enfrentaba la trompeta suavemente, y la dejaba acomodarse al ritmo, al drive que él le imponía sin forzar la evolución, logrando que su música fuese un mapa por el que viajar.
Blue Party, Luther Boy, Blue Jefferson Blue, son algunos de los temas que este secundario expresionista convirtió en clásicos que le permitieron relacionarse con Giliespie, Lester Young, Eldridge y otros músicos como el pianista Ralph Burns. Todos ellos coincidieron en su definición de Jackson como un tipo excéntrico, que apenas mostraba rasgos afectivos hacia los demás y que parecía transitar por la música como si fuera una calle cualquiera de la vida.
La persona más importante en la evolución de Jackson fue, de inesperada y efímera manera, la cantante Ida Cox. Ella lo había visto tocar en el Tiffany Club y hacía tiempo que escuchaba hablar bien de aquel trompetista de largo suspiro, con amplio dominio de los tonos y de quien decían que su madre había sido una trompeta y su padre el latido nocturno del asfalto. Durante una jam session en la casa de Charlie Shaves, donde se encontraba Ida Cox, Jackson se presentó con los ojos embriagados de reflejos darkbrown y el viejo sombrero del que siempre parecía gotear la lluvia. Sin mediar más palabras, después de los correspondientes saludos, apoyó su esquivo silencio en una pared y aguardó el momento propicio para sacar afuera su melancolía interior. En ese instante comenzó a tocar la trompeta y la progresión dramática de su balada fue desvelándoles a todos lo que ocultaban en su corazón, hasta que sus ingrávidos dedos dejaron de acariciar el alma del instrumento que al terminar colocaba en el bolsillo de su vieja gabardina. Aquel encuentro le bastó a Ida Cox para decidir que fuese Dewey Jackson quien la acompañase junto a Man Lou Williams al piano, con motivo de un concierto en Detroit.
Esa noche, en la que estrenaba una brucbeck dorada que la cantanle le había regalado, fue la noche en la que Dewey Jackson sorprendió al público y a las dos estrellas del jazz, con la creación de When Sue Wears Red. Composición delicada que inició cuando el monólogo del piano le brindó la penumbra perfecta, para que su vida se hiciese cuerpo en sus labios cambiando de tensión y de viento. Había luna llena entre su trompeta y aquella misteriosa intimidad del vértigo con el que modulaba los tempos y la respiración emocional del público. Hasta que viró la trompeta hacia Ida Cox y ella, elegante, ágil e inspirada, engarzó su voz a la melodía con el célebre final de "quién no teme perder lo que ama".
Las leyendas, con las que el jazz se alimenta a sí mismo, dicen que un mes después de grabar con Ida Cox y Mari Lou Williams en la sede de Capitol Records, Dewey Jackson desapareció en un mercancías, dirección Memphis. En cualquier caso, de esa época oscura sobre su errante itinerario profesional no se conocen demasiados datos verosímiles, exceptuando la grabación de su último tema conocido, Winter City, junto a Sonny Miller, ya que su figura y su vida se ven rodeadas de períodos vacíos y versiones confusas. Unas afirman que el trompetista alternó temporadas de adicción al alcohol, otras aseguraban haberle visto tocar en la esquina con Delmar y Taylor de Saint Louis, con el aspecto de un vagabundo empapado de mortecinos paisajes. Pero también existen informaciones acerca de sus esporádicas pero brillantes actuaciones enjam sessions con Eldridge, Lucky Thompson y otras figuras del bebop. Lo cierto es que Dewey Jackson mantuvo su aureola de faker malabarista con el wa-wa y esa forma suya de fugarse de la vida con música. Del final de eaa misma etapa, cerrada con su muerte en una calle de Chicago a causa de un infarto, nace la historia secundaria de este bohemio trompetista secundario. Una hisioria probablemente falsa, pero que sin embargo todos los implicados en ella contribuyeron a vivificar la bella ambigüedad de su misterio. El que propagó el relato que hizo Don Ellis, al contar en una entrevista, después de su concierto en el Shivine Auditorium de Los Angeles, que uno de sus temas lo había interpretado con la dorada brucbeck de Dewey Jackson, la cual tendría que pasarle al siguiente trompetista de una lista que Jackson llevaba en el bolsillo de la chaqueta, la misma noche en la que la muerte le cerró la música de su huida.
La prensa de esos años gustó de hilvanar la historia, jugando con la complicidad de otros trompetistas como Chet Baker y el mismo Miles Davis, entre otros muchos que contribuyeron a propagarla. De cualquier modo, el famoso día en el que Chet Baker sedujo a todos con el famoso Let’s get lost, el trompetista de los labios amargos afirmó en una entrevista posterior, a la revista Down Beat, que aquella pieza la había tocado con una cicatrizada brucbeck que alguien le había destinado, dejándosela en su habitación de paso en un hotel de Nashville. Más adelante, interrogado por su azarosa vida, Baker respondió: "...como decía Dewey Jackson, cuando juegas contra la vida, aunque tengas buena mano, es difícil saber quién está ganando".
En otoño, cuando las luces se derrotan en el horizonte, me gusta recibir la noche caminando a la deriva por los barrios outsiders de la ciudad. Me basta una gabardina, un cálido cigarrillo contra la brisa fría y unos zapatos que no dejen huella, mientras los coches dejan a su paso un viento amarillo y algo de ceniza sobre la plata gris del asfalto. Sin rumbo concreto, camino contra el tiempo, escuchando esa misteriosa voz de la ciudad, hablándose a sí misma y a sus fantasmas,. Tal y como seguramente Dewey Jackson la descubrió para convertirla en esaq música que me abre la melodía perfecta para la fuga. La que algún día lograré, si es que soy yo quien encuentra antes esa esa vieja brucbeck dorada que está esperando, en cualquier parte, a un hombre con la fuerza necesaria para vivir otras vidas.
Sonny Terence.
Down Beat, 1969
GUILLERMO BUSUTIL, Drugstore, Páginas de Espuma, Madrid, 2000, pp. 55-59.
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