HOMBRE CON LA CABEZA SOBRE LA MESA
Ayer, antes de dormirme, vi la imagen dibujada de un
grupo de personas aislado en el aire a la manera de una montaña, que se me figuró
completamente nueva en su técnica gráfica y, una vez ideada, de fácil
ejecución. Había una reunión en torno a una mesa, el suelo se extendía hasta un
poco más allá del círculo formado por las personas, pero de toda aquella gente
yo sólo conseguía ver fugazmente, esforzando mucho la vista, a un joven
vestido a la antigua. Tenía el brazo izquierdo apoyado en la mesa, la mano
colgaba floja sobre su cara, que, juguetona, se alzaba dirigiendo una mirada
hacia alguien que se inclinaba sobre él con gesto preocupado o inquisitivo. Su
cuerpo, en especial la pierna derecha, estaba extendido con negligencia juvenil,
más que sentado estaba acostado. Los dos nítidos pares de líneas que
delimitaban las piernas se cruzaban y unían ligeramente con las líneas que
delimitaban el cuerpo. Las ropas, de colores pálidos, se abombaban con débil
corporeidad entre esas líneas. Asombrado por aquel hermoso dibujo, que
producía en mi mente una tensión que, de eso estaba convencido, era la misma y,
por cierto, constante tensión que podría guiar cuando yo quisiera el lápiz que
tenía en la mano, me sustraje a aquel estado crepuscular para poder repensar
mejor el dibujo. En eso, no tardé en darme cuenta de que no había imaginado
otra cosa que un pequeño grupo de porcelana de color blanco grisáceo.
[Diarios, 1 7 de diciembre de 1916]
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