Me vi adolescente, casi un niño, en una pequeña iglesia rural. Las candelas alumbraban con su llama trémula y rojiza los antiguos iconos.
Un diminuto halo irisado coronaba cada llama. En el interior reinaba una oscura penumbra... La iglesia estaba abarrotada.
Las cabezas trigueñas de los campesinos se agolpaban ante mí. De vez en cuando se inclinaban y se alzaban todas a] tiempo, como espigas maduras de la mies mecidas por la suave brisa de verano.
Un hombre se acercó por detrás y se colocó a mi lado.
No me volví a mirarlo, pero al instante me di cuenta de que ese hombre era Jesucristo.
Un sentimiento de piedad, mezclado con la curiosidad y el miedo, se apoderó al momento de mí. Hice un esfuerzo.., y miré a mi vecino.
Su rostro era común, semejante a todos los rostros humanos. Sus ojos, ligeramente alzados, tenían una mirada atenta y serena. Los labios cenados, aunque no apretados, el superior reposando suavemente sobre el inferior, y una pequeña barba, partida en dos. Las manos juntas, quietas. Y una vestimenta común, como la de todos.
«¿Qué clase de Jesucristo es éste? —pensé. —Un hombre tan corriente, tan sumamente sencillo. ¡No puede ser!»
Y le volví la espalda. Pero apenas hube apartado la mirada de aquel hombre común, sentí de nuevo la impresión de que era precisamente Jesucristo quien estaba a mi lado.
De nuevo hice un esfuerzo para mirarlo.., y volví a ver el mismo semblante, semejante a cualquier rostro humano, de rasgos comunes, aunque desconocidos.
De pronto sentí espanto... y volví en mí. Sólo entonces comprendí que precisamente un semblante como aquel, semejante a cualquier rostro humano, es la verdadera faz de Cristo.
IVAN TURGUÉNEV, Poemas en prosa, Rubiños, Madrid, 1982, p. 101.
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