La violoncelista sabe que entre ella y el director de la orquesta de opereta no hay más que asco. Sin embargo, cada día a la misma hora se desliza por la puerta de la habitación de él y se mete en su cama. El mal de las mujeres de treinta años se ha apoderado de ella y, por mucho que trate de defenderse, el proceso de su destrucción avanza irresistiblemente. Bajo el techo del Conservatorio, ella toca incesantes movimientos de sonatas, en los que se precipita como un animal para destrozarlos. Pasa hambre con increíble brutalidad y se queda borracha en la cama durante días enteros, para proseguir luego su labor de aniquilación con tanta mayor energía. Lo vende todo y se encuentra de pronto con un solo vestido, negro y cerrado hasta el cuello. Rompe su instrumento agarrándolo por el cuello con ambas manos. Lo acelera todo. Se ríe. Guarda silencio. Después de su último encuentro con el director de la orquesta de opereta, se sienta en un oscuro agujero del pasillo sobre una maleta de artista y llora.
THOMAS BERNHARD, Acontecimientos y relatos, Alianza, Madrid, 1997, pp. 19-20.
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