martes, 31 de mayo de 2011

LA TENTACIÓN, Juan Pedro Aparicio

LA TENTACIÓN

El astronauta, que por mera coincidencia se llamaba Adán, sintió a mucha distancia de la Tierra que él mismo parecía haberse convertido en la propia máquina que lo contenía. Tenía hambre y miró hacia atrás. Allí estaba la Tierra del tamaño de una manzana. Alargó la mano, se la llevó a la boca y de unos cuantos mordiscos acabó con ella.


JUAN PEDRO APARICIO, El juego del diábolo, Páginas de Espuma, Madrid, 2008.

lunes, 30 de mayo de 2011

REVELACIÓN TRIGÉSIMO NOVENA, Miguel Ángel Zapata

REVELACIÓN TRIGÉSIMO NOVENA

Hay un desfase de un par de segundos entre la recepción de la señal de la televisión analógica que yo veo en el saloncito y el televisor digital cuya programación Él contempla en el estudio.
Es terrible pensar que uno de los dos viva una existencia demorada, que pueda el otro conocer anticipadamente el destino que espera a su partenaire apenas un par de segundos más tarde y que la ignorancia oculta tras un cortinaje de inocencia ciega.
Es horroroso imaginar que nuestra vida no sea más que un eco difuso, la imagen temblona de un programa que acabó hace tiempo.
        
        
        
MIGUEL A. ZAPATA, Revelaciones y magias, Traspiés, Granada, 2009, página 118.

domingo, 29 de mayo de 2011

UN SUEÑO, Alfredo Buxán


UN SUEÑO

Se me ha ocurrido proponerte un sueño:
cierra los ojos frente a la ventana.
Tras el cristal ruge un abismo.
Duerme.
Cuando el sol primero de la mañana
o el sutil arañazo de la pena
te despierten, no dudes: busca mi olor
en la almohada o un rastro de mi sien
-pongo por caso- en tu cadera.


ALFREDO BUXÁN, Las palabras perdidas (Poesía 1989-2008), Bartleby, Madrid, 2011, p. 158. 

sábado, 28 de mayo de 2011

REDENTOR, Manuel Villena & Javier Manresa

REDENTOR

Señorita Bondad, lléveme consigo,
que yo no diré a nadie: señores,
la señorita Bondad no ríe.
¡Son tan vulnerables sus pies caminando descalzos
por entre las llamas del espejo,
y tan vulnerable su rostro ardiendo en el cielo
como una bofetada de grisú!
Señorita Bondad, lléveme consigo.
Qué importa que el fuego incendie mi garganta
si un alhelí de nieve
no deja de brotar de sus ojos negros.
MANUEL VILLENA

FOTOGRAFÍA: JAVIER MANRESA

viernes, 27 de mayo de 2011

K, Juan Carlos Mestre

K

Aquella mañana, después de un sueño reparador,
Gregorio Samsa despertó sobre su cama convertido en una adorable persona.
No era un sueño, así que aceptó lo ocurrido con la discreta sonrisa
que suele acompañar los designios de la felicidad y la complacencia.
Tal era el sereno convencimiento que le producía el nuevo estado
que su rostro no mostraba gesto alguno de extrañeza.
Se levantó no como de costumbre, sino con la rara normalidad
de quien, sin saberlo, se comporta del modo que la gente suele llamar manera correcta.
Intuitivamente se dirigió hacia el espejo del cuarto de baño
y al afeitarse por primera vez tampoco dio muestra alguna de sorpresa.
Abrió el grifo como hubiera hecho cualquier persona,
y extendiendo sus aún blanquecinas y arrugadas manos
sintió correr sobre su piel la delicadeza del agua.
Tenía sed desde la noche anterior, pero alguna poderosa razón
desde su otra e interminable existencia, le impedía en ese instante beber

JUAN CARLOS MESTRE, La casa roja, Calambur, Madrid, 2008, página 88.
 
ILUSTRACIÓN: PETER KUPER

jueves, 26 de mayo de 2011

SONETO V, Javier Egea


V
  
A Eva y Fernando
       
      
Al salir de la curva la lluvia se hizo lenta,
viscosa, impenetrable como una gelatina.
Delante de los faros una sombra felina
agitaba un pañuelo. Al fin sube, se sienta
       
junto a unos ojos tristes. Por el camino cuenta
que burló al centinela de la negra sentina.
Llegan, entran, se miran. Luces de parafina.
Al fondo, en un espejo, se agita la tormenta.
       
El de los ojos tristes pone en una bandeja
tres copas escarchadas de un licor amarillo.
Luego extiende en la plata tres regueros de coca.
       
Y la sombra felina lo besa y, a la oreja,
—Ya no vendrá— le dice. Y le brilla un colmillo
y le pide silencio con un dedo en la boca.
       
       
       
JAVIER EGEA, Sonetos del diente de oro, en Poesía completa (Volumen I), Bartleby, Madrid, 2011,página 397.    

miércoles, 25 de mayo de 2011

AMOR CIEGO Y SORDO, Luciano G. Egido


AMOR CIEGO Y SORDO

Ella no era muy guapa y algo sorda y a él Dios se había olvidado, a la hora de repartir los dones, de darle los de la inteligencia y los de la vista. Pero podían estarse mirando a los ojos durante una semana y decirse lindezas durante un mes seguido, hasta que un día decidieron acabar con sus deficiencias sensoriales para equipararse a los otros mortales y se compraron un audífono y unas gafas, lo que les permitió verse como eran y oírse bien lo que se decían. Esta experiencia estuvo a punto de hacer naufragar su amor apasionado, que tan felices los había hecho. Así es que decidieron tirar el audífono y las gafas y volver a su antiguo estado de ignorante inocencia, porque tenían derecho y porque en esto no eran muy distintos de los demás mortales.

LUCIANO G. EGIDO, 25 historias de amor, Taller del libro, Madrid, 2004, página 75.

martes, 24 de mayo de 2011

[TENGO QUE SER MÁS RÁPIDO...], Miguel Ángel Zapata



XIX

Tengo que ser más rápido, incrementar mi velocidad a toda costa.
He cometido el error de lanzar mis peores insultos a Irene, humillándola con el sonido de mi voz como jamás antes había hecho.
Y debo ahora superar el avance velocísimo de mis palabras, adelantarme a ellas antes de que alcancen los oídos indefensos de Irene, abortar su infame objetivo de provocar un daño que sería irremediable, de manifestar un odio hacia ella que ya he dejado de sentir merced a una rectificación arrepentida que espero aún obre a tiempo.


MIGUEL A. ZAPATA, Revelaciones y magias, Traspiés, Granada, 2009, página 30.

lunes, 23 de mayo de 2011

[HACÍA MESES...], Rubén Abella



Hacía meses que los contadores de la luz no contaban nada y los cables inútiles se desparramaban por los muros como enredaderas muertas. Cuando el sol se ponía varias cuadras calle abajo, al otro lado del malecón, la oscuridad se adueñaba del edificio en ruinas. Llenaba cada hueco, cada ángulo, cada resquicio. Teñía de negro el aire húmedo, los techos agrietados, el aliento de las diez familias que vivían arracimadas alrededor del patio.
Sin embargo, lejos de molestar, la sombra se había hecho amiga de la casa. Los niños se subían a su espalda y, en el limbo de algodón que separa la vigilia del sueño, jugaban a imaginar las mil y una caras de la luz. Los mayores, escondidos en sus pliegues, palpaban el espacio sin más coordenadas que sus cuerpos. Se tocaban, se susurraban, se fundían, aprendían a conocerse mejor en el centro de la negra nada.
Por la mañana, los habitantes del viejo caserón recibían la claridad con un ápice de nostalgia, pronto mitigada por la certeza que cuando terminara el día, la oscuridad, dulce y prieta, volvería a visitarlos.



RUBÉN ABELLA, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, pp. 103-104.

domingo, 22 de mayo de 2011

DEMOCRACIA, Roger Wolfe & El Roto


DEMOCRACIA


Otra maldita tarde
de domingo, una de esas
tardes que algún día escogeré
para colgarme
del último clavo ardiendo
de mi angustia.
En la calle
familias con niños,
padres y madres
sonrosadamente satisfechos
de su recién cumplido
deber electoral;
gente encorvada sobre radios
que escupen datos, porcentajes
en los bancos.
Corderos de camino al matadero
dándole a escoger el arma
al matarife.


ROGER WOLFE, Arde Babilonia, Visor, Madrid, 1994, p. 33.

sábado, 21 de mayo de 2011

SÚPLICAS QUE NO EXIMEN DE CONDENA, Manuel Villena


SÚPLICAS QUE NO EXIMEN DE CONDENA

Ay, amor mío,
abre la boca y cierra los ojos,
que ya está pasando el camello por el ojo de la aguja.
No quieras ver cómo sangran los pulgares de las costureras
ni ese O callado que se le escapó al sol
cuando la escoba blandió su mentira definitiva.
Ay, qué pellizco más grande, amor mío.
Vayámonos a casa,
que ya las golondrinas crepitan en el cielo como pedazos de carbón
y no habrá paraguas que soporte lluvia tan negra.

MANUEL VILLENA

viernes, 20 de mayo de 2011

EL FRAUDE, Raúl Sánchez Quiles

EL FRAUDE
        
     
Vivo acostado en una especie de estudio minúsculo. Apenas puedo incorporarme unos treinta grados. Mis pies y mi cabeza gozan de una autonomía reducida: diez centímetros por abajo y diez centímetros por arriba. No tengo baño ni cocina. Ni siquiera una mísera barra americana sin mujeres. Mi vivienda se limita a un rectángulo hecho casi a la medida. Eso sí, es mullido, cálido y tranquilo, extremadamente tranquilo. No tengo ni una queja de los vecinos. Lamento que está mal iluminado y que su ventilación sea prácticamente nula. Es todo interior. No hay teléfono, electrodomésticos, enchufes o tomas para la antena de televisión. Carezco de armarios y, según mis cálculos esta vivienda no supera el metro cuadrado. Llevo casi siete meses sin pagar hipoteca ni agua ni luz ni basura ni contribución urbana... Cada día estoy más convencido de que me han vendido un nicho.

 

jueves, 19 de mayo de 2011

LAS MANOS, Jorge Cáceres

LAS MANOS

a A.R.

La palabra mimosa me recuerda el color de una glándula
la longitud de un párpado que se balancea
donde mil prismas delatan al jardín que respira
bajo la tela del sol admirable
en las últimas congregaciones de las caricias disimuladas
en un rincón del ojo
en un rincón cualquiera de tus labios de sangre pura
en la frente de tu amor de mi amor
del amor de los demás.

Yo veo ahora la cabeza de los envidiosos en el vacío
de los errantes yo escucho todas las palabras débiles
sin comprender nada
yo he lanzado una mirada en derredor
una mirada cualquiera que ha tomado cuerpo al fondo de tus
compartiendo tus besos tus deseos sin fin
sobre la frente de tus besos que yo he borrado con una mueca.

Una última vez yo he tenido miedo
entre estos muros que encierran guijarros de alondras
sillones de geranium que invaden el ojo de las caricias
el paisaje marino sálvese quién pueda
las olas verdes entre las hojas verdes ellas son ciegas
las nubes de pájaros de cristal de roca
el amor de mi amor los labios de mi amor
que sonríen una vez más la última
sin un gesto ellos han trazado los surcos de tu cuerpo
que yo pierdo que yo descubro que yo pierdo
que yo descubro.

JORGE CÁCERES

Centuria, Visor, Madrid, 2003, pp. 491-492.

miércoles, 18 de mayo de 2011

TRAMPA PARA OSOS, Manuel Villena

TRAMPA PARA OSOS

Yo era un pétalo de rosa muy exquisito y tú
el cabestrillo más zahorí, con esos ojos tuyos negros.
Y todo era muy bonito: el sol, la música, el mar.
Y las olas riéndose coquetas una y otra vez,
y una y otra vez mirándose en aquel cielo azogado
todo cubierto de dátiles.
Y tú y yo, y el brillo intenso de tus pupilas
cuando extendías los brazos, ladeabas la cabeza,
y sin hablar decías:
quién me quiere a mí, quién me quiere a mí.

MANUEL VILLENA

martes, 17 de mayo de 2011

[SON UNHA IDEA SÚA...], Xosé Luis Mosquera Camba


XXXII

Son unha idea súa!

Acabo de entendelo, logo
Se non a busco non son nada,
Acaso burbulliñas no romper da marea
Dalgún mar recurrente e convexo.

Nadjia móveme a min ó seu antollo,
Sen ter que botar man de mecanismos.


Agora estou sumido na catástrofe!


Son Sísisfo adaptado a outra paisaxe,
O esforzo meu é inútil coma unha vía morta
no fondo dun chineiro.

É certo. Nadja existe. Teño o dedo na chaga
Da miña profecía.

L'Énigme de la fatalité...

Son un aire de andazo
Condenado a vagar desconsolado e xélido.


XOSÉ LUIS MOSQUERA CAMBA, Nadja c'est moi, Espiral Maior, A Coruña, 2008, p. 48.

lunes, 16 de mayo de 2011

EJERCICIOS DE ESTILO, Raymond Queneau



RELATO

Una mañana a mediodía, junto al parque Monceau, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S (en la actualidad el 84), observé a un personaje con el cuello bastante largo que llevaba un sombrero de fieltro rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que le pisoteaba adrede cada vez que subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse sobre un sitio que había quedado libre.
Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare, conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.

AMPULOSO

A la hora en que comienzan a agrietarse los rosados dedos de la aurora, cabalgaba yo, cual veloz saeta, en un autobús, de imponente alzada y bovinos ojos, de la línea S, de sinuoso periplo. Advertí, con la precisión y agudeza del indio presto al combate, la presencia de un joven cuyo cuello era más largo que el de la jirafa de pies ligeros, y cuyo sombrero de fieltro hendido estaba ornado con una trenza, cual héroe de un ejercicio de estilo. La funesta Discordia de senos de hollín vino con su boca hedionda por desdén del dentífrico; la Discordia, digo, vino a inocular su maléfico virus entre este joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero, y un viajero de borroso y farináceo semblante. Aquél dirigióse a éste en los siguientes términos: “¡Oígame, malvado ser, diríase que usted me está pisoteando adrede!”. Así exclamó el joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero y fue, presto, a sentarse.
Más tarde, en la plaza de Roma, de majestuosas proporciones, reparé de nuevo en el joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero, acompañado de un camarada, árbitro de la elegancia, el cual profería esta crítica que me fue dado percibir con mi ágil oído, crítica dirigida a la indumentaria más externa del joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero: “Deberías disminuirte el escote mediante la adición o elevación de un botón en la periferia circular.”

PUNTO DE VISTA SUBJETIVO

No estaba descontento con mi vestimenta, precisamente hoy. Estrenaba un sombrero nuevo, bastante chulo, y un abrigo que me parecía pero que muy bien. Me encuentro a X delante de la estación de Saint-Lazare, el cual intenta aguarme la fiesta tratando de demostrarme que el abrigo es muy escotado y que debería añadirle un botón más. Aunque, menos mal que no se ha atrevido a meterse con mi gorro.
Poco antes, había reñido de lo lindo a una especie de patán que me empujaba adrede como un bruto cada vez que el personal pasaba, al bajar o al subir. Eso ocurría en uno de esos inmundos autobuses que se llenan de populacho precisamente a las horas en que debo dignarme a utilizarlos.

RAYMOND QUENEAU, Ejercicios de estilo, Cátedra, Madrid, 1989, pp. 64, 62 y 92.

domingo, 15 de mayo de 2011

FELICIDAD, Fabián Vique

FELICIDAD
        
Me gustaban sus ojos. Le saqué una foto y empapelé toda mi habitación con su mirada. Me gustaba su voz. La grabé y ahora la escucho todo el día y toda la noche. Estoy tan a gusto en mi cuarto que hace meses que no salgo.
Mi familia le rogó que viniera para sacarme del encierro. Ayer golpeó mi puerta. Me pidió que saliera, quería que diésemos un paseo. No consiguió arrancarme de mi felicidad.

sábado, 14 de mayo de 2011

APUNTES [02], Elías Canetti


El olvidado oye que lo llaman.
*********
Una ofensa tiene valor exactamente en la medida en que te obliga a reflexionar.
*********
Derramó lágrimas por el amigo cuyo nombre había olvidado.
*********
El que lee poco pronto parece un periódico.
*********
Es inevitable que uno se repita. Pero es perturbador descubrir que cosas que se dijeron una vez bien, más tarde se repiten de una manera mucho peor.
*********
Cuando adviertas que alguien no te quiso bien, investiga primero qué fue lo que lo disgustó en ti. Puede que tuviera razón.


ELIAS CANETTI, Apuntes. 1973-1984, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2000.

viernes, 13 de mayo de 2011

HAMBRE [02], Espido Freire


20 de julio
        
   Ya he logrado ver que no, no cualquier cosa inicia mis crisis. He necesitado cambiar. de psicólogo (me atiende ahora una chica más joven, mucho más amable) y también de grupo. Ahora me reuno dos veces por semana con seis enfermas como yo, con unas circunstancias mucho más similares a las mías. Ya no siento que no tengo derecho a quejarme o a estar enferma porque mi familia se encuentra en mejor situación económica que otras. Tampoco me miran con lástima, porque estoy más gorda que en mi primera etapa, ni se dan aires por atravesar etapas de anorexia. Incluso entro por la puerta con otra ilusión.
   Me arrojo sobre la nevera cuando siento que no me comporto como los otros me piden. Pero lo hago antes de que los demás me pidan nada, con lo que ni siquiera tengo el consuelo de complacerlos. Siento tanto miedo a no complacerlos, a perder su atención o su respeto, que me  olvido de mí misma. Me convierto en ellos. Me convierto en cosa. Me convierto en tantos que dejo de ser yo.
   No sé quién soy yo. Me estoy entrenando para decir la verdad, en lugar de mentiras a medias para que me quieran. Una de las chicas de mi grupo, que viene una vez a la semana porque ha mejorado mucho, me ha preguntado cuándo fue la última vez que dije no a algo importante. Fui incapaz de responderle. No recuerdo haberme negado a nada, nunca. Me han construido otros: me ha formado la mirada de mi padre, y lo que él ha deseado para mí. Me he adaptado a lo que mi madre ha trazado para su familia, y he competido con mi hermano para transformarme en la hija perfecta. Sólo mi abuela ha sabido yerme tal y como soy, y me ha provocado para que continuara siéndolo, la vieja bruja. Durante muchos años he creído que quería ponerme en evidencia ante mi familia. Ahora pienso que quizá me he equivocado al juzgarla.
   Tengo más tiempo, ahora que el curso ha finalizado, y no sé muy bien qué hacer con él: me asusta el simple pensamiento de mostrarme en bikini, y mis amigas casi no cuentan conmigo para sus planes. No las culpo: ha buscado excusas durante demasiado tiempo. De todas maneras, hace demasiado tiempo que me aburro con ellas. Prefiero quedarme en casa y ver películas. He comenzado a adelantar materia para el curso que viene.
He sacado buenas notas, pero el año que viene me demandará más, y quiero prepararme.
   No sé en qué emplear mis ratos libres, porque todo lo que me gustaba hacer hace unos años se vio absorbido por la bulimia, y por el ejercicio, y por los estudios, y han destronado poco a poco aquello que me divertía: el cine. Las compras. ¿Cuándo se convirtió el irme a comprar ropa en una tortura? Me gustaba patinar, y no lo hacía mal. Recuerdo que me gustaba dibujar, y pintar, y hace cuatro años que mi padre bajó el caballete al sótano porque no lo usaba, y nos hacía tropezar a todos en la terraza.
   De momento, cada día llamo a Nina, que acude con todo el entusiasmo del que es capaz su colita en movimiento, y me la llevo al parque. Es tan sociable, tan divertida, tan agresivamente cariñosa que no puedo menos que reírme con ella. Tiene un amigo pastor alemán, que le dobla el tamaño, y al que somete por completo. Su dueña, una mujer mayor, y yo nos sentamos a la sombra y los vemos correr, pelearse entre bromas, y les arrojamos sus pelotas. Luego regreso a casa, con Nina muy ufana, con su hueso de goma entre los dientes, y me doy cuenta de que hacía tiempo que era incapaz de salir a la calle y no comprarme algo para comer.
   Ahora he vencido el pánico a dejar mi casa sin dinero en el bolsillo. Sólo meto en el bolso mi móvil, las llaves, juguetes para Nina y una revista que hojeo cuando me aburro.
   Mientras veo alguna película, la perrita se duerme en mi regazo. Noto su peso, su calor, y aunque julio aprieta y llamea, me encanta sentirla junto a mí. Ella, en realidad, es muy similar a su pobre ama: desesperada por complacer y por arrancarme una caricia, tan dependiente de mí como lo soy yo de la atención y la complacencia ajena. Cuando observo a Nina me conozco mejor, y siento mucha lástima por mí misma. A veces, lloro sin causa, y luego me siento tranquila, con una calma que no me daban los ansiolíticos, cuando me los recetaron.
   De la misma manera que lloro de nuevo, también me río más: no de la misma manera en la que lo hacía antes, en un esfuerzo por ocultar lo vacía que estaba mi alma.Me río porque encuentro algunas cosas divertidas, y otras, abiertamente desternillantes. Mi hermano, que es un payaso, comienza a decir tonterías, con el único fin de que me ría, hasta que comienzo a hipar. Entonces son los otros los que se ríen, y aunque esos ratitos duren poco, antes ni siquiera los compartíamos.
   Sigo atracándome, aunque algo menos, y sigo vomitando, aunque menos, también. Ayer por la noche me comí un bocadillo de jamón y dos donuts, y luego me sentí tan culpable que bebí dos vasos de leche y fui al baño. Al cabo de media hora sentía hambre, esa compañera infatigable, que respira tan cerca de mi cuello. Encontré otro donut y una manzana, y en esta ocasión hice el esfuerzo consciente de no vomitar. Me costó mucho. Tendida en la cama, con las manos sobre el estómago, notaba cómo mi respiración elevaba y bajaba mi barriga, y me aseguraba que todo estaba bien, que todo estaba bien.
   Me gustaría que esta etapa terrible pasara, pero cada vez soy más consciente de que necesitaré cambiar muchas cosas en mi vida, en mi mente, para recuperar la salud. Ya no quiero tumbarme y dormir durante los siguientes años. Ocurren demasiadas cosas cercanas de las que quiero ser testigo, en lugar de quedarme aparte, un testigo mudo, como lo he sido estos últimos cinco años. Ahora que he dejado de mirarme el ombligo y, a cambio, echo una ojeada tímida a mi alrededor, hay demasiados espacios que me disgustan.
   No me gusta mi relación con mis padres, ni la presencia constante de mi abuela. Ya he hablado de mis amigas. No me gusta, como nunca me ha gustado, mi cuerpo, pero quizá mi cuerpo no sea lo único importante. O lo más importante.
   Ha llegado un punto en el que me estoy planteando si escogí mi carrera porque era lo que deseaba o por contrariar a mi padre. No quiero que esas ideas acudan a mi mente con demasiada frecuencia: me faltan fuerzas para, de la noche a la mañana, reconocer que me he equivocado y empezar de cero otros estudios.
   Daría cualquier cosa por encontrar novio: sé que no es un buen comienzo, que no una afirmación tan desesperada delata mi desesperación, y que me lleva a venderme barato, pero qué le voy a hacer si es lo cierto. Nunca he tenido novio, nunca he interesado a quien yo deseaba, y los únicos que se han acercado a mí me daban pena o me inspiraban indiferencia abierta. Aunque no se lo confiese a nadie, me avergüenza seguir siendo virgen a mi edad.
   Hace unos años me gustó mucho un niño de mi clase: nos gustaba a casi todas, en realidad. Yo escribía su nombre junto al mío, entrelazaba nuestros apellidos..., las típicas tonterías de esa edad. La primera vez que me recuerdo llorando por algo ajena a mí misma fue por él. Le había dibujado una postal por su cumpleaños, a la que había dedicado mucho tiempo. Entonces dibujaba con mucha frecuencia. Imagino que me permitía escaparme, y que me ayudaba a olvidar los problemas que teníamos en casa. Mi madre acababa de descubrir que mi padre tenía un lío. Supongo que no sería la primera vez, pero en esta ocasión ella le pidió el divorcio. Mi padre le suplicó perdón, y, durante dos semanas en las que se evitaban, mi padre con expresión contrita, mi madre, con plena conciencia de gozar, por una vez en su vida, con cierto poder sobre él, pospuso la respuesta hasta extremos crueles. A veces, mi hermano y yo sentíamos ganas de gritarles que pararan ya, que de una vez rompieran la burbuja asfixiante que crecía y crecía bajo el techo de nuestra casa.
   Pero, como todos saben, como yo misma sé, yo no he sido capaz de gritar en mi vida.
   Mi madre le perdonó, pero negoció duramente sus condiciones y comenzó a trabajar a jornada completa, y a marcharse a congresos y encuentros, cosa que nunca había sucedido antes. Fue entonces cuando la abuela vino a vivir con nosotros, para que fueran dos las mujeres que pactaran frente al hombre de la casa y para que se ocupara de nosotros. A los niños ni se nos tuvo en cuenta, ni se nos explico nada. Lo supimos como se sabe todo: porque olvidan que tenemos ojos, oídos y capacidad para relacionar hechos.
   Perdí todo respeto por mi padre, y gran parte del que mi madre me merecía. Entonces creía que me casaría muy joven, que me iría de casa en cuanto pudiera y que crearía, lejos de ellos, una casa distinta, una familia que permitiera enmendar sus errores. En cada uno de los trazos de la postal que le dibujé a aquel chico, yo había fijado mi cariño, mis esperanzas.
   En el descanso de matemáticas me acerqué a él, muerta del sonrojo, para entregársela. El, sentado de espaldas a mí, se volvió con brusquedad al oírme llamarle, y me clavó el codo en la tripa. Me doblé del dolor, mientras mis compañeros se reían, y luego dejaban de hacerlo cuando vieron mi expresión. El se levanto, me dio dos besos, me agradeció el detalle. Se disculpó por su torpeza.
   Cuando volví al grupo de mis amigas, encontré en ellas una extraña mueca de envidia.
   —Cómo te gusta hacer teatro —dijo la que yo creía mi mejor amiga—. Es imposible que te haya dolido tanto, con la de grasa que tienes en esa zona.
   Esas palabras martillearon en mi cabeza durante el resto del día. Esa noche me salté la cena con una excusa. Ante el espejo, me quité la blusa y me froté el vientre. Palpé la zona dolorida por el golpe, pellizqué la piel, intenté adivinar qué cantidad de grasa podía esconder.  Inicié una dieta al día siguiente, y me juré no acercarme de nuevo a ese niño hasta que no perdiera peso.
   Nunca me aproximé a él de nuevo: muy pronto me salté la dieta con un atracón. Llena de vergüenza, como si hubiera cometido un pecado mortal, me encontré tan mal que intenté vomitar. Para mi sorpresa, lo conseguí, y de nuevo me sentí en paz. Creí haber dado con el modo de comer sin que mi peso aumentara. Luego, ese monstruo abrió la boca y me engulló.
   Hacía muchos años que no recordaba esos días. Me he entristecido. Llamo a Nina para abrazarla, y ella, sorprendida, gime bajito y acomoda su cabeza en mi hombro. Lloro por la maldad de aquella amiga, lloro como si sintiera de nuevo el codazo en mi vientre, por mi debilidad, por la niña que era yo entonces y que no supo defenderse, ni cuestionar las razones por las que me había sentido tan mal. Lloro por haber sido cobarde y por el silencio ante mis padres, furiosa con ellos por su preocupación egoísta con su matrimonio y sus infidelidades, cuando debíamos ser nosotros, los hijos, lo primero.
   Lloro por la falta de comprensión de mi abuela, que me castigaba y me ridiculizaba en lugar de ser el consuelo que no encontraba en mis padres. Lloro por mi hermano, aunque no sé muy bien por qué. Por las frases que murieron en mis labios y que me habrían liberado, por la comida que se perdió por el inodoro y el dinero que gasté en ella, por todas las pequeñas vergüenzas que he arrostrado, por los errores de los médicos, primero, y del psicólogo, después.
   Con las lágrimas sale la pena que no sentí por la enfermita que se suicidó, y el horror que me invadía cada vez que Amelia me mostraba un nuevo corte. Aflora el miedo a volverme loca y a que me trataran como tal, y el rencor hacia mis padres por haberme llevado al médico sin ni siquiera preguntarme lo que me ocurría, ni preguntarse qué les ocurría.
   Lloro por cada vez que le he cerrado la puerta a Nina, y por las tardes con mis amigas que me he perdido porque me sentía gorda, o porque, tras probarme tres pantalones, me derrumbaba en la cama, desesperada, y luego corría a la nevera a devorar lo que fuera. Lloro por recordar mejor dónde podía esconderme para comer durante aquellas colonias de verano que los rostros de los amigos que hice. Por los cumpleaños a los que renuncié a asistir, porque creía que no sabría controlarme, por las fiestas en la piscina de mi prima a las que falté. Por aquella vida que no iba a regresar y que había desperdiciado minuto a minuto. Por aquellas punzadas de hambre que en realidad eran otra cosa, otro dolor, otra herida.
   Y, en ese momento, rompo a gritar.

La herida oculta, Principal de los libros, Barcelona, 2010, pp. 143-451.

jueves, 12 de mayo de 2011

MOSCA, José María Merino

MOSCA

La mosca revolotea sin demasiada vitalidad en el cuarto de baño. La miro con asco. ¿Qué hace este bicho en un hotel de lujo, y además en febrero? La golpeo con una toalla y cae exánime sobre el mármol del lavabo. Es una mosca rara, arrubiada, no muy grande. Se me ocurre que es el último ejemplar de una especie que desaparecerá con ella. Se me ocurre que tenía en el cuarto de baño su refugio invernal. Que en el jardín que se extiende bajo mi ventana hay alguna planta también muy rara, que solo podía ser polinizada por esta mosca. Y que de la polinización y multiplicación de esa planta va a depender, dentro de unos milenios, la existencia del oxígeno suficiente como para que nuestra propia especie sobreviva. ¿Qué he hecho? Al matar a esa mosca os he condenado también a vosotros, descendientes humanos. Pero la mosca mueve sus patitas en un leve temblor. ¡Parece que no ha muerto! Ya las agita con más fuerza, ya consigue ponerse de pie, ya se las frota, ya se alisa las alitas para disponerse a volar otra vez, ya revolotea en el cuarto de baño. ¡Vivid, respirad, humanos del futuro!. Mas ese vuelo torpe me devuelve la inicial imagen repugnante. Salgo de mi pasmo. ¿Qué hace aquí este bicho asqueroso? Cojo la toalla, la persigo, la golpeo, la mato. La remato.


JOSÉ MARÍA MERINO

GRABADO: Joaquín Macipe Costa

miércoles, 11 de mayo de 2011

HAMBRE [01], Espido Freire


11 de mayo

   Puede empezar de cualquier manera, en cualquier lugar. A veces, tras una discusión con mi hermano, en la que mi madre se inclina y muestra aprobación, con gestos sutiles pero inequívocos, por su causa. A veces, un anuncio en la televisión, en el que una modelo de mi edad agita su melena, mientras yo continúo en este sofá, en esta ciudad, sin haber logrado nada de lo que deseaba cuando era una niña. A veces, una mirada de deseo destinada a mi mejor amiga, por la calle, un desconocido, que me salta, sin reparar en mí, como si los ojos sólo se sintieran atraídos por el hierro, y yo no fuera más que chatarra.
   Cualquier cosa puede iniciarlo, y en ese momento ya no encuentro la manera de parar. Con pasos de pluma, a oscuras entro en la cocina. La luz del interior de la nevera deja un halo a mis pies que debo disimular para que no alerte a mi familia. Por la rendija entreabierta, mi mano busca comida. Incluso con los ojos cerrados podría adivinar dónde está la mantequilla, los yogures, la mermelada, el pan rajado en rebanadas esponjosas y blanquísimas.
   Mientras aprieto mi botín escondido contra el cuerpo, huyo. Me escondo en mi cuarto, un territorio estrictamente vedado a mi hermano. Corro el cerrojo del baño y allí, sentada sobre la taza, como. Lo hago sin la delicadeza que muestro en la mesa: soy una chica bien educada, y mi familia considera esenciales los buenos modos durante las comidas. A solas, en cambio, la urgencia me impide tantas pamplinas. Además, correría un nuevo riesgo si escamoteara los cubiertos adecuados, y un tercero al reintegrarlos a su cajón. Por lo tanto, me he acostumbrado a apretar los yogures en el punto justo para que el vaso de plástico se vacíe de un golpe, a generar una cámara de aire artificial de un movimiento. He aprendido a comer las latas de atún, de berberechos, de paté, empleando la tapa como cuchara, y lo he hecho con tanta habilidad que nunca me he cortado.
   Luego, llega el vómito.
   Eso es lo mejor de que los atracones me encuentren  en casa. Conozco la potencia del chorro de agua de los tres baños, el ruido exacto, el contenido de comida digerida que pueden absorber sin atascarse.
   Lo aprendí de manera dolorosa.., y tras un atasco épico. Había comido casi un puchero entero de marrones, con carne picada, y luego media docena de donuts, y el inodoro decidió estropearse. Busqué con desesperación un desatascador por toda la casa. Por suerte, mi madre estaba de viaje, y mi padre no regresaría con mi hermano hasta un par de horas más tarde. Eran las ocho de la tarde, y ya no pasaban autobuses hacia el centro comercial. Corrí escaleras abajo, atravesé el jardín y le pedí al vecino que me prestara un desatascador. Me miró con cierto estupor y luego se asomó de nuevo a la puerta con esa campana de goma que me podía salvar o condenarme. Bombeé coma una loca, mientras los pedacitos de comida flotaban, la harina de la pasta casi deshecha, en la superficie.  Por fin, una succión imprevista, como si un gigante sorbiera sus propias lágrimas, se tragó todo aquello. Me senté en el suelo del baño, al borde del llanto, Porque me había sentido muy cerca del desastre. Desde entonces, medí mejor qué podía comer y a qué intervalos debía ir al baño a vomitar.
   Nunca gozo de esa seguridad cuando como fuera, aunque la parte positiva es que no debo ocultarme, ni robar comida de esa manera. Incluso los baños de la facultad, tan conocidos, no me ofrecen confianza. Algunos no tienen escobilla y no puedo limpiar la taza como debo. Muchos de ellos están abiertos por arriba, y también por debajo, y eso me ha obligado a vomitar en silencio, como si apenas suspirara y a estudiar mi postura: si el hueco en la base de la puerta es demasiado ancho, he de aguardar a que nadie más comparta el baño. Desde el exterior, cualquiera vería que mis pies apuntan hacia la taza, y no en dirección opuesta, y eso me delataría. Contra el olor hay poco que hacer. En el bolso llevo siempre mi perfume, un ambientador diminuto, que debo recargar cada noche, y una botellita de elixir bucal.
   Lo peor llega después, cuando me miro en el espejo del baño. Si estuviera en mi mano, eliminaría todos y cada uno de los espejos en los baños de este mundo, con especial inquina si se encuentran mal iluminados. Ese cristal me muestra los ojos rojos, el rostro congestionado. Me devuelve, sobre todo, la realidad de mi horroroso cuerpo, mi gordo, fofo, despreciable, rebelde cuerpo. Soy una foca, una vaca, una montaña de grasa.
   Tengo diecinueve años, mido uno sesenta y cinco y peso cincuenta y cinco asquerosos, odiados kilos. Mi nombre no importa.
   No se me escapa el que mi familia sufre por mi culpa.
Ni soy tan ingenua como para no anunciar que también yo sufro por culpa de ellos. Mi madre, esbelta, inteligente, enfermera, se siente íntimamente agraviada por la enfermedad de una hija que la desafía en su terreno profesional. Haría lo que fuera por que todo esto pasara ya, pero mientras tanto, guerrea conmigo, me riñe por cualquier cosa, y apenas me deja respirar. Mi padre, a quien en realidad no conozco, me dejaría morir antes que abandonar su posición de poli bueno. Nunca nos ha puesto el menor límite, pero, al mismo tiempo, sabemos perfectamente qué es lo que le decepciona y lo que no le gusta. En mi caso, no le gusta nada de lo que hago, de lo que pienso o de lo que deseo. Sin embargo, apenas hay roces con él, porque mantengo mis buenas notas.
   Tampoco él me Conoce. No sé cuándo decidió que yo era como él deseaba. Creó una hija perfecta, una mirada complaciente sobre su familia y su estatus, y me modeló hasta que encajé. Lo sé porque se ha comportado de manera similar con mi madre, que a todo dice que sí y luego hace lo que le viene en gana. El se considera el señor de la casa, y ella ha encontrado su espacio. Apenas se hablan, y se comportan en público con una hipocresía repulsiva. A menudo siento ganas de gritar en las comidas familiares, de romper esta armadura rígida que nos cubre. Mi padre sería más feliz con una mujer más dócil y que le dedicara más tiempo; mi madre se convertiría en otra mujer si se divorciara; y mi abuela, y con ella, todos que la rodean, estaría mejor muerta.
   Mi hermano es un imbécil, un quejica consentido, a cuya futura mujer compadezco. Me saca de mis casillas con su presencia. Entiende a mis padres mejor que yo, entiende las normas sociales mejor que yo, y con su atractivo, con su superficialidad y su profunda mediocridad en todo, está destinado a ser más feliz de lo que yo nunca seré. Quedan en la lista mi abuela paterna, una bruja exigente, flaca y arisca; y mi perrita Nina, a la que no trato todo lo bien que debiera. A veces la pobre paga por mi mal humor; y la encierro fuera de mi cuarto.Cuando escucho sus patas zapando contra la puerta, me calmo. Al menos, alguien desea estar conmigo.
   A mi alrededor nadie parece compartir esa sensación. Mis padres me rehuyen. Mis amigas lo son porque, después de tantos años, no les queda otro remedio.Mis compañeros de clase me rodean porque no encontrarán mejores apuntes que los míos. No tengo novio.Hasta mi psicólogo me escucha porque le pagan por ello.
   Cualquier cosa puede iniciar el atracón. Antes no lo sabía. Ahora me doy cuenta de que apenas soy capaz de resistir el dolor psicológico. Una mala mirada de un profesor me cubre de culpa, me tiene en vilo acerca de mis notas hasta que llegan los exámenes y me obliga a esforzarme más, a sonreír cada vez que se acerca, a redoblar mis deberes y mis trabajos. Una frase hiriente de una de mis amigas me lleva a llorar, primero, y a humillarme ante ella, después, a seguirle la corriente y a temer que deje de ser mi amiga. Me desprecio por mi debilidad. Querría que me dejaran en paz, o encerrarme en mi cuarto y dormir años enteros. Ojalá fuera de nuevo una niña. Si hubiera sabido lo duro que era crecer, nunca lo habría hecho: no habría cumplido los quince años.
   Pienso mucho en ello. Quizá aún esté a tiempo. Nada me indica que mi vida logre una mejoría en los próximos años, y si encontrara una manera adecuada y poco dolorosa de matarme, lo haría. A menudo fantaseo con cortarme las venas, pero lo hago como una evasión: a diferencia de otras chicas, nunca me he herido a mí misma. Carezco de valor. Soy casi tan cobardica para el dolor físico como para el dolor emocional. Amelia, una de las chicas, que mostraba un mapa impresionante de cicatrices  en los brazos y en los muslos, me contaba que el alivio que sentía era inmediato. Le bastaba con cortarse  para cerrar los ojos y relajarse. Yo admiraba esa mente en blanco, esa manera tan sencilla para conseguir que el mundo desapareciera y que la mente se adormeciera.
   Otra de las chicas del grupo sí se mató. Se tiró por una ventana. Yo sería incapaz de algo así. Era una niña menudita, muy callada. O, al menos, la más silenciosa de nosotras. El psicólogo y la nutricionista hablaban con cierto optimismo de ella. Nosotras veíamos que no mejoraba, que se retraía. No nos inspiraba demasiadas simpatías. Había sufrido dos ingresos, sabía más que nosotras de tratamientos y de cómo torear a los médicos. Una tarde regresó a casa del instituto, le dijo a su madre que se iba a hacer los deberes, abrió la puerta del balcón y se lanzó desde un sexto piso. A las chicas del grupo nos lo ocultaron, porque temían que la imitáramos, pero nos enteramos de igual modo: enmudecimos. Qué cosa tan terrible..., pero al mismo tiempo, para ella se acabó.
   El psicólogo dijo que había sido un grito de auxilio. No estoy de acuerdo. Pobrecilla... De nada le sirvió su grito. Además, nadie se mata para llamar la atención.Puede que lo intentara, un amago, pastillas, puede, pero si quisiera pedir ayuda, nunca se habría tirado de un sexto piso. Esa niña sabía perfectamente que iba a morir, y saltó decidida a matarse.
   Yo, en cambio, nunca he sido capaz de gritarle a nadie lo que pienso: en realidad, nunca he sido capaz de gritar en absoluto. Ni para pedir auxilio, ni para exigir lo que quiero. A veces, el grito que contengo frente a algunas de las ocurrencias de mi abuela se me muere dentro, y noto que poco a poco me pudre por dentro. En mi casa, la norma es el silencio. Silencio entre mis padres, silencio cuando hacemos las tareas. Los únicos castigos que ha recibido la pobre Nina ha sido por aullar. La televisión se ve entre susurros, con muy poco volumen. La primera vez que me emborraché fue en un parque, con mis amigas, y mientras que a algunos les da por llorar, o por decir tonterías, yo comencé a gritar. Grité, chillé tanto que al día siguiente tenía la garganta hinchada, y la voz ronca. Ojalá pudiera hacer algo así en mi casa, alguna vez. Sentarme en el sillón de la sala y berrear, hasta que a mi madre le diera un ataque pensando en qué se imaginarían los vecinos.
   Ese grito sólo se acalla con comida. Exige comida, como un dios pagano en un altar exigiría vacas, corderos, palomas en sacrificio. Mi grito acallado demanda cualquier cosa que pueda comerse. Chorizo, por ejemplo, o helado, o cereales con leche, o chocolate, o paella.Cualquier alimento. Siento hambre. Siempre tengo hambre, antes o después de comer. Incluso mientras me lleno la boca de azúcar, el hambre me araña las tripas, y no me permite pensar en nada que no sea comer, comer, comer.
   Comer.
   Vomitar.
   Hacer ejercicio.
   Nunca, nunca, un minuto de satisfacción.

La herida oculta, Principal de los libros, Barcelona, 2010, pp. 143-451.

martes, 10 de mayo de 2011

TUS PIES, Pablo Neruda & María José Romero

TUS PIES

Cuando no puedo mirar tu cara
miro tus pies.

Tus pies de hueso arqueado,
tus pequeños pies duros.

Yo sé que te sostienen,
y que tu dulce peso
sobre ellos se levanta.

Tu cintura y tus pechos,
la duplicada púrpura
de tus pezones,
la caja de tus ojos
que recién han volado,
tu ancha boca de fruta,
tu cabellera roja,
pequeña torre mía.

Pero no amo tus pies
sino porque anduvieron
sobre la tierra y sobre
el viento y sobre el agua,
hasta que me encontraron.

PABLO NERUDA, Oda a la bella desnuda y otros escritos de amor, Ekaré,Caracas, 1998, pp. 38-39.

lunes, 9 de mayo de 2011

[EL FUTURO DE LA TIERRA...], Elias Canetti


El futuro de la tierra, si es que todavía tiene uno, dependerá de quién invada totalmente a quién con su espíritu, nosotros con el nuestro a los chinos, los chinos con el suyo a nosotros. En la actualidad, nuestro espíritu avanza constantemente entre ellos también en todas sus luchas internas.
Su taoísmo se ahoga en nuestro culto de la producción.
A nadie se le ha ocurrido seriamente la idea de que podríamos salvarnos gracias a lo esencial que los chinos podrian dar.
Pensamos y actuamos en unidades de destrucción y los obligamos también a ellos a actuar en esas unidades.
Su imagen del hombre se desvanece, incluso entre ellos.

Elias Canetti, 1980


ELIAS CANETTI, Apuntes. 1973-1984, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2000, página 84.

domingo, 8 de mayo de 2011

CRÓNICAS DE OLVIDO, Graciela Baquero


1.
Olvido y yo entramos a la vida en un mismo golpe de labios convulsivos. La madre no percibió el doble nacimiento y lloró por el hecho de habernos perdido, y lloró por su cuerpo como casa de nadie, bramó como las bestias en noches imprevistas.
Sin embargo nacimos… La sangre cubrió nuestro único cuerpo y las laderas de una inmensa montaña.

3
Hay veces que temprano bajamos hasta los jardines del Prado y asistimos al aseo de los mendigos. La fuente, el jabón escaso, las mantas desplegadas sobre el césped. El hombre y el peine desdentados, un grupo de turistas japoneses cruza fotografiando la escena, mi1agrosamente, sin vernos. Un hombre dobla su abrigo satisfecho de supervivencia. La anciana intenta salvar la profundidad de un charco; se empeña y lo consigue. Hay una mujer pintándose los labios guiada por el espejo de un automóvil y un muchacho se picotea el cuerpo como un pájaro hacendoso.

La mañana cuaja en estos quehaceres y, mientras el frío se apacigua, Olvido y yo desayunamos el zumo de una naranja amarga.

7.
Ella me dice: “Has de estar a bien con tu tarea”. Y lo repite insistentemente por que no me malogre. Sé que nada le importa lo que escribo, pero no me deja desistir. A veces enloquezco.
Para aliviarme, me enseñó a enhebrar agujas, a reconocer el sabor en el olor de las comidas y a hacer la cama como quien ordena la guarida de un planeta.

10
Todos los años, al comenzar la primavera, bajamos hasta el río para ver como el suicida de la dársena siete sale del agua y lo vuelve a intentar.

19.
En invierno solemos pasar muchas horas en los bares. Nos gustan los bares. Nos gusta fumar en los bares. Tomar café, vino, ginebra a pierna suelta. Nos gusta confesarnos, dar la espalda, dar las gracias en los bares. Nos gusta ensombrecernos, besarnos, desaparecer, dormir niños, cantar, jugar a alguna cosa, hacer cuentas, reír, arrepentirnos de todos los excesos y sin embargo volver a intentarlo, una vez más, en las mismas circunstancias.
Olvido es quien se empeña y yo… me dejo hacer.


43.
“Que la suerte te acompañe”. Ese es el mensaje que ella tiene para mí durante el tiempo continuo de los viajes.
Ella va a desaparecer entre lo indecible. Va a evadirse hasta de su nombre, como en nuestro primer día cuando, naturalmente, su sangre se deshizo de mi cuerpo para ser su propio acontecer.
Olvido no hace concesiones, no me abraza sabiendo que lo imploro. Sujeta la gravedad de la noticia en mi cabeza y dice: “No tiembles. Todo saldrá bien”.


GRACIELA BAQUERO, Crónicas de Olvido, Pamiela, Pamplona, 1997.

sábado, 7 de mayo de 2011

SI SE PIERDEN LAS FORMAS ESTAMOS PERDIDOS, Alberto Escudero


SI SE PIERDEN LAS FORMAS ESTAMOS PERDIDOS 

Me despedí de mi chófer con la deferencia habitual.
A un caballero no debe importarle la igualdad social, ni oponerse ni contribuir a ella. Estamos muy al margen de esta cuestión; hasta podemos llegar a incurrir en la ficción de que tal igualdad ha sobrevenido, y tratar a todo el mundo como si fueran nuestros iguales.
Pasé por la biblioteca, y con el segundo tomo de Madame Sévigné bajo el brazo me encaminé al piso superior.
Entré en el dormitorio. Clara Esther dormía; la luz de la lámpara de la mesilla bañaba sus hermosas y nobles facciones. Así dormida tenía un aire de familia, los Rougert Descons, antigua nobleza, aunque de su antigüedad yo siempre guardé alguna duda.
La belleza de Clara Esther hacía resaltar la del sobrio mobiliario, de caoba de Port-Fleury. Me pareció que estaba un poco cargado el ambiente; atravesé la espaciosa estancia y abrí el balcón de par en par. Respiré hondamente y contemplé el aspecto fantasmal que la luz de la luna conferia a los enebros del parque.
Un leve rumor vino a interrumpir mis meditaciones; volví la cabeza y descubrí tras las cortinas a un caballero.
Parecía estar muy nervioso, pero yo no tenía nada contra él.
La obligación de todo caballero es tratar de conseguir las mujeres de los demás caballeros, al igual que la de todo prisionero es fugarse. La obligación de toda señora es guardar el honor de su matrimonio. No era aquel el mejor momento para intentar resolver esta aparente contradicción.
Hay una sola manera de recuperar el honor. Me dirigí a la mesilla; allí, quería recordar, guardaba un arma de fuego.
Abrí silenciosamente el cajón superior; no la encontré. Me arrodillé para buscar en los otros cajones. En ese momento vi el pie de un caballero que yacía bajo la cama.
No hice ningún ademán de extrañeza; no son gestos propios de caballeros, y, por otra parte, no sabía si el caballero de la cortina conocía la existencia de este otro o viceversa. Tratándose de asuntos tan delicados toda discreción es poca.
Decididamente, el arma no estaba en la mesilla; quizás en el armario. Abrí cuidadosamente una de sus puertas y, tal como me temía, había allí otro caballero. Desistí de seguir buscando el arma; dado lo concurrido que parecía estar el dormitorio aquella noche, me pareció que los estampidos podrían causar innecesarios sobresaltos. Las manifestaciones ruidosas, por otra parte, suelen desvirtuar y hasta hacer desaparecer el dramatismo que muchas situaciones encierran.
Lo mejor para todos, concluí, era el estrangulamiento de aquella desdichada. Resuelto a ello avancé hacia la cama.
Clara Esther advirtió mi decisión, bien porque se despertara en ese momento o, más probablemente, porque había estado todo el rato fingiendo que dormía. Introdujo los dedos índices de ambas manos en su boca y emitió un corto y penetrante silbido.
La verdad es que, objetivamente, aquel gesto era bastante vulgar, pero uno siempre está dispuesto a disculpar las actividades incursas en la ordinariez de aquellas personas que le están muy allegadas; tal vez para disculpar nuestra ceguera cuando elegimos su compañía, o para desvincularnos del proceso de su degeneración posterior.
El silbido fue una señal; me vi aferrado por incontables manos y levantado del suelo.
Si hay algo que es innato en un caballero y que se revela espontáneamente sea mucha o poca la práctica en ello es el saber perder.


ALBERTO ESCUDERO, La Piedra Simpson, Alfaguara, Madrid, 1987, páginas 113-115.

viernes, 6 de mayo de 2011

DIAGNÓSTICO, Juan Gracia Armendáriz


DIAGNÓSTICO

Nada anunció lo que habría de suceder. O eso creyó. Si hubiera estado atento a sus mínimas deflagraciones internas, quizá hubiese advertido el significado de los síntomas: el decaimiento a media tarde, la acedia nerviosa, la sudoración nocturna... Pero ignoró los informes de inteligencia corporal. No supo prever que en su interior se preparaba un estallido revolucionario. Todo comenzó con un amago de manifestación a la altura del esófago que fue reprimido por una brigada de glóbulos blancos. No se hicieron prisioneros. A los dos días, se confirmó que una célula suicida había tratado de obstruir el páncreas. Aumentó el número de toxinas y hasta el sistema inmunológico llegaron los rumores de la revuelta. Golpe de mano se sucedieron en distintas áreas del cuerpo; lo mismo se declaraba una hemorragia en la nariz con su escándalo de banderas manchando la almohada, como se desataba la turbamulta de una jaqueca a golpe de tambor. Se declaró el estado de excepción desde es esternón hasta las extremidades inferiores. Las fuerzas rebeldes plantaron cara a los hematíes en la llanura abdominal. Las bajas fueron numerosas en ambos lados, y tras el combate el hígado adquirió un tono vino clareado por la luz carmesí del atardecer. Se hizo la calma en el campo de batalla, pero el estado de la postración sólo fue el preludio de la última y definitiva ofensiva multiorgánica. Amparados bajo la cobertura de una noche febril y de malos presagios, los rebeldes tomaron al asalto el torrente sanguíneo. Se hicieron fuertes en la arboleda pulmonar y allí formaron un gobierno provisional. Declararon los nuevos principios revolucionarios e iniciaron una larga marcha desde el esófago a las circunvalaciones cerebrales. El genocidio neuronal fue sistemático. Cuando la temperatura corporal descendió bruscamente, colapsado y cerúleo como una momia soviética sobre la camilla de la sala de urgencias, comprendió que era el momento de partir al exilio.


JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, pp. 155-156.

jueves, 5 de mayo de 2011

LA METAMORFOSIS, SEGÚN SAMUEL BECKETT, José de la Colina

LA METAMORFOSIS, SEGÚN SAMUEL BECKETT


puf puf puf no llegando puf arrastrándome puf quién soy agh puf tantas patas puf lo terrible es haber despertado oh yo no Gregorio agh yo escarabajo puf maldito Godot que me hizo puf mierda agh

JOSÉ DE LA COLINA, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, página 89.
ILUSTRACIÓN: Pepe Casals

miércoles, 4 de mayo de 2011

BREVERISMOS III, Joaquín Collantes


VIVIR DEL CUENTO
A los hermanos Grimm les molestaba que dijeran que vivían del cuento.
BOXEADOR POETA
El boxeador resultó ser un sensible poeta, aunque reconocía que era dificilísimo escribir con los guantes puestos.
SUEÑOS BAJO EL ASFALTO
Al leer en una pintada que aparecía en una pared en París, en el mes de mayo de 1968, que bajo los adoquines estaba la playa, el poeta soñador se puso a cavar. Pero solamente encontró tuberías, conductos oxidados, capas de asfalto, alcantarillas apestosas y, ahondando un poco mis, el túnel del metro.
PLUMAS Y PISTOLAS
El escritor aseguraba que su pluma era un arma más contundente que la pistola de un militar. Se dio cuenta de su error cuando el militar le rompió la pluma de un disparo de su contundente Parabellum.
LEER A FLAUBERT
—Eso te pasa por no leer a Flaubert —le dijo a su hijo adolescente, cuando ya no sabía qué decirle.
DIDEROT VENDEDOR
—¡He vendido una enciclopedia! —gritó entusiasmado el vendedor de libros, en el año 2010... lo mismo que gritó Diderot en el año 1772.
POETA Y LOCO
Cuando le preguntaron quién era, contestó: Un poeta amigo del mar y de las nubes. Y nadie lo tomó por poeta, pero sí por loco.
DESCARTES DESCARTADO
Compré en el quiosco, una vez más, las Obras Completas de Descartes, por 7,75 euros.Y una vez mas, no las leí.
NO LEÍDOS
Seleccionó de su biblioteca los libros que, un verano más, no iba a leer en vacaciones.


JOAQUÍN COLLANTES, Breverismos, Clarín, Oviedo, may-jun 2010, pp. 42-43.

martes, 3 de mayo de 2011

LA METAMORFOSIS, SEGÚN LA SECCIÓN DE AVISOS DE UN PERIÓDICO, José de la Colina


LA METAMORFOSIS, SEGÚN LA SECCIÓN DE AVISOS DE UN PERIÓDICO
       
Hombre de 28 años, mediocre, con mediano sueldo de viajante de comercio, con aspecto y hábitos de escarabajo, busca escarabaja joven, bonita y hacendosa pero sin grandes ambiciones. Escribir a Gregorio Samsa, calle Kafka número 19, apartamento 301, Praga.


JOSÉ DE LA COLINA, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, página 86.

lunes, 2 de mayo de 2011

BREVERISMOS II, Joaquín Collantes


JENOFONTE
Jenofonte decía que a un caballo hay que domarlo con cariño, no con un látigo. Por supuesto no consiguió domar ninguno, que una cosa es la teoría...
RESACA INTELECTUAL
Jean Paul Sartre escribió La náusea víctima de la resaca.
TERTULIANO
Cuando el escritor se dio cuenta de que no tenía nada que decir reaccionó... para convertirse en dicharachero tertuliano radiofónico.
MUSAS
Las Musas lo pillaron trabajando. Y al comprender que el poeta no las necesitaba, comprensivas, se fueron.
PÉRDIDA
El escritor desmemoriado perdió sus Memorias en un taxi.
DIFERENTE
—Habrá que aceptar que es diferente le dijo el famoso futbolista a su mujer, anonadados ambos al sorprender a su hijo leyendo a escondidas El Quijote.
DETECTOR DE BASURA
El Detector de Basura le fue muy útil en la librería a la que entró en busca de una buena novela.
RARO
Tildaban de raro al escritor de Logroño que, sin ser árabe ni chino, escribía de derecha a izquierda y de arriba abajo.
ESOS SÍ QUE ERAN ESCRITORES
Cervantes y Shakespearer escribieron sus obras con plumas de ave y tinta tóxica sobre papel de estraza... y a mi, con mi superordenador y mi impresora, no se me ocurre nada. ¡Qué injusticia!
INCLASIFICABLE
El Poeta Inclasificable, al llegar a la vejez, se dedicó a clasificar toda su obra.
CONJETURAS
Conjeturando conjeturas el filósofo llegó a la conclusión de que estaba en un callejón sin salida. Así que decidió conclusionar conclusiones, a ver si así...

JOAQUÍN COLLANTES, Breverismos, Clarín, Oviedo, may-jun 2010, pp. 42-43.

domingo, 1 de mayo de 2011

LA METAMORFOSIS, SEGÚN UNA DECLARANTE ANTE LA LEY, José de la Colina



LA METAMORFOSIS, SEGÚN UNA DECLARANTE ANTE LA LEY

La de la voz desea hacer constar ante el señor juez y el señor secretario y el señor mecanógrafo y el señor abogado defensor de oficio y los señores licenciados y los señores periodistas aquí presentes, a quienes agradece de todo corazón el interés que demuestran por su humilde persona, que efectivamente reconoce que ella pisoteó hasta matarlo a su esposo Gregorio Samsa, por mal apodo Goyo el Salsa, pero no lo hizo por tener instintos asesinos ni sucios intereses, sino porque la de la voz ya francamente estaba cansada de los malos tratos que él le daba, puros jaloneos y moquetes y hasta patadas a todas horas del día, y encima se burlaba de una, es decir la de la voz, y todos los fines de semana el tal Goyo llegaba muy tarde en la noche y bien tomado y nomás como por continuar la diversión, así como por puro gusto del relajo, le volvía a dar una paliza a la de la voz que aquí habla, que es mujer que, la mera verdad aunque otra cosa digan estos moretones, no nació para ser mujer sufrida, y que ya el colmo fue cuando una noche el tal Goyo, o séase el hoy occiso, llegó ebrio hasta las manitas y se tumbó en la cama y se notaba que estaba sufriendo de eso que llaman el delirium tremens, o algo así, y empezó gritar todo espantado diciendo que se estaba volviendo escarabajo, y que entonces, una, perdón, la de la voz, aprovechó la ocasión que la pintan calva y agarró un periódico y lo enrolló y entonces, ¡zas!, que Dios perdone a la de la voz, pero sí,  eso hizo: de una vez aplastó al escarabajo del tal Goyo para que el canijo hijo de su escarabaja madre no sea desconsiderado ni abusivo y de una vez aprenda a respetar a una, ¡ay, este!, quiero decir a la de la voz.
JOSÉ DE LA COLINA, Portarrelatos, Ficticia, México, 2007, página 82-83.