lunes, 31 de octubre de 2011

[¿PARA QUÉ DIABLOS SIRVE LA LITERATURA?...], Juan Bonilla



   ¿Para qué diablos sirve la literatura? Me había planteado esa cuestión infinidad de veces, pero nunca había perdido el tiempo intentando una declaración convincente y firme. Lo único que sabía es que cuando murió mi padre recordé unos versos de Thomas Stearn Eliot que si bien no paliaron mi dolor sí al menos me lo llegaban a explicar, cuando alguien a quien amaba se retiró para siempre de mi vida, me socorrieron dos renglones de Juan José Arreola («La mujer que amé se ha convertido en fantasma: ya sólo soy el lugar de sus apariciones»), cuando me cruzo con una de esas princesas por cuyos cuerpos vendería mi alma al demonio, repito una exclamación de Rafael Cansinos Assens («Dios mío, no permitas que haya tanta belleza en este mundo»), cuando la noche pesa sobre mí como el cadáver de una esperanza acribillada, unos versos de Federico García Lorca acuden a mi mente para colorearme el insomnio como el más eficaz de los ansiolíticos («pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos, y hay barcos que sólo buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos»). ¿Es poco? Sin duda. Juegos para aplazar la muerte, juegos que ayudan a no perder el tiempo sino a sustituirlo, suprimirlo, abolirlo. Guiños inocuos que, aunque no me facilitan el camino, lo hacen más llevadero, lo amplían.
   La literatura me sirve en fin para que la vida me concierna menos de lo que yo hubiera sido capaz de soportar.

JUAN BONILLA, Nadie conoce a nadie, Ediciones B, Barcelona, 1996, pp. 26-27.